Año 8 • No. 305 • Abril 14 de 2008 Xalapa • Veracruz • México
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Ciclo de Luis Buñuel
Roberto Ortiz Escobar

roe_xal@yahoo.com.mx

El Departamento de Cinematografía de la Universidad Veracruzana (UV) nos ofrece en mayo un ciclo dedicado a Luis Buñuel. La semana pasada vimos su arranque como director surrealista en Un perro andaluz (1928), la continuación de su carrera en México con la desafortunada Gran Casino (1946), interpretada por la insoportable Libertad Lamarque y un impostado Jorge Negrete. El viernes se exhibió El (1952), descripción descarnada sobre los celos de un enamorado interpretado por un excepcional Arturo de Córdova.

Para esta semana recomendamos La ilusión viaja en tranvía (1953), El río y la muerte (1955) y Nazarín (1959), las cuales se proyectarán el lunes 14, el miércoles 16 y el viernes 18, respectivamente, en el Aula Clavijero de Juárez 55 a las 18:00 horas.

La ilusión viaja en tranvía (1954) no sólo nos regala la sensualidad de Lilia Prado sino también la simpatía de Mantequilla como operador de un tranvía que en una pastorela asume los personajes de Adán y el diablo.

Son dos los elementos que de esta cinta una de las más disfrutables del cineasta: por un lado el curioso argumento de Mauricio de la Serna y el soporte en los diálogos de José Revueltas: un chofer y su asistente agarran una guarapeta y sacan del depósito a un tranvía con el que recorrerán la ciudad durante un día, recogiendo a una diversidad de personajes en cada parada, los cuales de convierten en una suerte de ocurrente como sarcástico microcosmos social.

Por otra parte se encuentra la fotografía de Raúl Martínez Solares, quien ilustra sin pretensión turística el rostro de las calles, barrios y colonias de la ciudad de México a principios de los cincuenta: Coyoacán, Tlalpan, Félix Cuevas, Guerrero, etcétera.

Si bien es cierto que a Buñuel no le interesaba la estética y la temática neorrealista del cine italiano (Los olvidados es la excepción), en La ilusión viaja en tranvía las imágenes del viaje se convirtieron en un testimonio fehaciente del rostro de una ciudad que ha cambiado radicalmente en los últimos años por la migración, la urbanización galopante y la explosión demográfica. Por momentos se antoja que estamos ante el registro de intención verista.

En cuanto a El río y la muerte (1955), no obstante ser una de las películas “alimenticias” que le permitieron al director obtener ingresos para el sostén personal y familiar, nuevamente la anécdota literaria de Manuel Álvarez Acosta más las aportaciones en el guión de Luis Alcoriza y Buñuel, dieron como resultado una visión alegremente sombría de la sed de venganza entre dos familias, lo cual provoca una retahíla de asesinados, velorios y sepulturas.

Aunque la muerte abrupta y violenta no se registra como hecho dramático, los diálogos y las situaciones jocosas no se alejan de una realidad provinciana mexicana del siglo pasado que guarda distancia con los actuales ajustes sangrientos de parte de los señores de la droga.

Finalmente Nazarín, una de las obras maestras del periodo mexicano del cineasta. Basada en la novela homónima de Benito Pérez Galdós y en cuyo guión intervino Emilio Carballido, además de Julio Alejandro y el mismo Buñuel, su acción se sitúa en el México de la época porfiriana, específicamente en provincia.

El estupendo cuadro actoral secundario (Marga López, Rita Macedo, Ignacio López Tarso, Noé Murayama, Ofelia Guilmáin, David Reynoso y Pilar Pellicer), acompaña a Francisco Rabal como un cura que procura brindar el bien a sus semejantes. Sin duda una de las críticas más severas acerca de la caridad cristiana en un mundo revuelto y convulso, alterado por las enfermedades, la ruindad humana, los privilegios eclesiásticos, las creencias ancestrales y el lastre machista.

Frente a la pureza de Nazarín, la realidad inmediata desarticula sus intenciones, no obstante la indiferencia mostrada por la acción ególatra o material. Al ofrecer su mejilla plena de bondad, este vigoroso Quijote será fustigado sin tregua alguna convirtiéndose en un ser marginal remitido a la cárcel cual vulgar ladrón. La escena final es una de las más elocuentes del cineasta, quien reproduce aquí el sonido inquietante de los tambores de su natal Calanda.