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En
sus sueños, los hombres han surcado la inmensidad del cielo y del
cosmos desde hace ya mucho tiempo. Han despegado de la Tierra y
conseguido aventurarse a los confines de lo conocido gracias a maravillosos
y exóticos artefactos. Conquistaron el cielo con la ayuda de las
famosas alfombras voladoras, cuyas mágicas atribuciones se encuentran
en el libro de los muertos tibetano y egipcio, además de su mención
en los cuentos de las mil y una noches. El Quijote y Sancho volaron
en Clavileño. Por otro lado, nos permitieron viajar a la luna y
más allá cuando en el año 1897, el alemán Kurd Lasswitz concibió
en su obra En dos planetas una sustancia que, cuando era moldeada
en cierta configuración especial, conseguía neutralizar la fuerza
gravitatoria.
Sin embargo, tanto las alfombras como las sustancias antigravitacionales
son productos de la fantasía que no aportan ningún beneficio práctico,
y por ende, no hemos de tomarlos en serio, aunque ayudan a comprender
que el problema fundamental de todo vuelo es la fuerza de gravedad.
Una anécdota histórica cuenta que estando Newton (1634-1727) sentado
bajo un manzano observando como caían las manzanas al suelo le vino
de pronto la idea de que entre todos los cuerpos del universo debían
existir fuerzas de atracción recíproca, es decir, gravitacionales.
Pero Newton no se limitó a afirmar lo anterior, sino que construyó
toda una teoría física con un sólido sustento matemático cuyo pilar
fundamental conocemos hoy como la Ley de gravitación universal.
Como consecuencia de sus trabajos quedaron explicados fenómenos
tan cotidianos como la caída de una piedra. Se entendió, entre otras
cosas, que la fuerza que la hace caer es la misma que mantiene a
la Luna en órbita alrededor de la Tierra.
La nueva teoría permitió que, posteriormente, la respuesta al problema
de los viajes espaciales fuera formulada por vez primera con gran
precisión y veracidad. En 1865, Julio Verne publicó su obra De la
Tierra a la Luna donde hizo gala de una mezcla de imaginación y
rigor matemático. La idea central del escritor fue simple, pero
realmente efectiva y resumible en una frase: llegar al cosmos es
sólo una cuestión de velocidad.
Para entender esta idea se puede comenzar por el ejemplo de una
piedra lanzada verticalmente hacia arriba. Tan pronto como queda
liberada de la mano, empieza a elevarse siguiendo una trayectoria
que va en contra de la atracción gravitatoria. Todos sabemos que
los objetos, cuando se les suelta, caen siempre al suelo. Nuestra
experiencia nunca nos ha demostrado lo contrario y, además, damos
por hecho que así se comporta la gravedad: atrae los cuerpos hacia
el centro de la Tierra. Entonces, cabe preguntarse ¿por qué sube
la piedra? Porque nuestro brazo le ha dado un impulso primario y
con éste, una velocidad inicial de ascenso. Pero no sube indefinidamente.
Cuando un objeto se mueve en contra de la gravedad, ésta le descuenta
invariablemente una cierta porción de velocidad. La altura que alcance
dependerá de la velocidad inicial de ascenso. Veámoslo así: Si la
piedra adquiere por el impulso de nuestro brazo una velocidad de
10 metros por segundo (m/s), entonces la gravedad le descontará
a cada segundo una velocidad de 9.8 m/s. Puede verse que en brevísimo
tiempo, todo el capital de velocidad de la piedra habrá sido consumido
por la gravedad. Al ocurrir, el móvil se encontrará a la máxima
altura de su recorrido, en este caso, a unos 5 metros sobre el punto
de lanzamiento. Un instante después, comenzará a caer. Resulta claro
que subiría más alto si la velocidad inicial fuese mayor, por lo
que alcanzar grandes alturas es sólo una cuestión de velocidad.
Probablemente de un análisis semejante, Julio Verne se preguntó
¿Con qué velocidad debe lanzarse una cápsula espacial para que alcance
una altura como la que media entra la Tierra y su satélite natural?
La respuesta, aunque en efecto tiene como base el ejemplo mencionado
anteriormente, en la práctica no es tan simple ya que deben considerarse
factores como la resistencia del aire, además de otras características
de la gravedad.
El gran novelista francés realizó una parte de los cálculos auxiliado
por astrónomos profesionales y por una buena dosis de matemáticas
encontrando que la velocidad con la que debía disparase la cápsula
para llegar a la Luna era de 11.2 kilómetros por segundo. Con tal
rapidez, la cápsula agotaría casi todo su capital de velocidad en
un punto donde la gravedad lunar se equilibra con la terrestre.
Con el excedente, el vehículo espacial entraría en el campo gravitacional
de la luna el cual finalmente lo llevaría hasta su órbita.
En lo fundamental, el autor de Viaje al centro de la Tierra, logró
descifrar el antiguo enigma de los viajes espaciales. Formuló la
teoría que hoy sigue siendo la piedra angular de la técnica aeroespacial.
No obstante, su logro más importante fue el haber logrado cambiar
la actitud de los escritores interesados en los viajes cósmicos
y de la gente común al hacer notar que la ciencia y la tecnología
eran medios suficientes para vencer los aparentemente insuperables
problemas de los viajes espaciales. Comentarios:svezda@hotmail.com.
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