PALABRA NUEVA
La conversión de Froylán Mateos
Netzahualcóyotl Soria Fuentes
Netzahualcóyotl Soria Fuentes nació en la Ciudad de
México en 1969. Estudió literatura y filosofía en la FES
Acatlán y en la Facultad de Filosofía y Letras (UNAM).
Ha publicado cuentos y poemas en las revistas
La Creación y Ritmo. Con la presente historia ganó en 2008
el Premio Nacional al Estudiante Universitario Sergio Pitol
categoría relato, convocado por la UV.
No supo en qué momento cobró conciencia del
mal. O cuándo emergió esa conciencia a un plano más consciente, pues reconoció que en el
fondo siempre había estado allí. “El problema no es si
soy malo”, le confió a Mendizábal una noche después
de una jornada de ensimismamiento, “eso no importa
en absoluto: el problema es saber que soy malo”.
Había empezado a matar desde muy joven. El cacique Santos lo había contratado para deshacerse de un
revoltoso de la Huasteca: sólo había que darle un tiro.
A Froylán Mateos le pareció cosa de risa: por qué don
Gonzalo tenía que contratar a alguien para que realizara algo tan sencillo. Era como la gente que contrataba a alguien para destapar una cañería o para pintar
un tejado.
Después de quemar el templo, el ejército lo había
perseguido tenazmente, y por el aprecio que le tenía,
Gonzalo Santos le consiguió un empleo en la Ciudad
de México, bajo las órdenes de un amigo suyo en la
policía judicial. Un empleo sencillo que le permitía
satisfacciones razonables en su tiempo libre: mujeres
y bebida, principalmente. En esos gustos había gastado su primera paga como asesino, y seguía fiel a su
origen.
Ahora tuvo que reconocer que incluso en los primeros años había una conciencia diminuta escondida
en alguna parte de su cerebro o de su alma –aún no
forjaba el concepto adecuado–, una conciencia de que
por su mano actuaba el mal. Aunque durante años no
le había molestado en absoluto. ¿Cómo lo fue descubriendo? Tuvo una breve iluminación, cuando para
celebrar su quinto homicidio se tatuó la imagen de un
diablo en el brazo derecho, el que dispara y mata. ¿Por
qué un diablo?
El mismo diablo, el inofensivo diablito que aparecía
en las cartas de la lotería, todo rojo, con sus cuernos, su
bigote delgado y traje elegante, empezó a aparecérsele
con el uso de las drogas decomisadas. Y luego los rosarios sangrantes, las vírgenes lloronas, los santos acuchillados, los cristos baleados. “El problema”, le comunicó
a Mendizábal, “es que siempre he creído en Dios”.
“Ese no es ningún problema”, replicó su compañero,
al “contrario”. No entendía: cómo podían creer ambos
y no importarles el castigo. ¿Habría un castigo? Y si lo
había por qué no le había importado nunca.
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Muro de Berlín actual / © Foto: Gerta Stecher |
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¿Desde cuándo había creído? Desde siempre. Su
madre lo llevaba a misa de vez en cuando. Hizo la primera comunión con otros niños que, al igual que él,
se habían aprendido partes del catecismo. Se confesó.
Comulgó. Aquello no le supo a nada. Todo ello no había significado nada. Tampoco para los demás niños,
que ya se estaban peleando e insultando antes de que
terminara la misa. Él sintió sueño. Estaba aburrido.
No entendía lo que decía el ancianísimo sacerdote. Lo
único que lo diferenciaba de un ateo fue que desde
el primer momento que alguien –¿su madre, su hermana?– le había dicho que había un Dios creador de
todo, que castigaba a los malos y premiaba a los buenos, él lo había aceptado sin chistar; y esa teología simple lo había acompañado toda la vida sin preocuparle
mucho la obvia conclusión de que él sería uno de los
castigados.
Meses pasaron y Froylán Mateos seguía ensimismado, haciéndose preguntas. Cumplía su trabajo como
siempre, el trabajo que de vez en cuando lo hacía disparar y eliminar a alguien. Hasta que un domingo de descanso vio en la televisión, durante la transmisión de
un partido del campeonato mundial de futbol, un letrero que sobresalía en las tribunas: John 3:16. “¿Qué es
eso?”, preguntó a su mujer, que miraba sin interés. “Me
suena a los testigos de Jehová o algo de eso”, contestó.
Juana Mina era católica, iba a misa de vez en cuando,
tenía crucifijos, pero no le interesaba nada que tuviera que ver con la religión. El letrero con un nombre y dos
números se quedó grabado en la memoria de Froylán
Mateos: había un mensaje cifrado, y el destinatario era
él, sólo él. Algún desconocido lo había colocado en un
estadio francés, y a través de las cámaras, los satélites,
las antenas, había recorrido miles de kilómetros para
llegar a sus ojos y hacerlo cavilar incesantemente. Ese
era el poder de Dios.
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