Después de doce horas en autobús, nueve viajando
en la caja de las camionetas de los rancheros que pasaban cargando jitomates y piezas para tractores, y tres
horas andando, Froylán Mateos sintió que ya no tenía
una idea clara de dónde estaba. Había pasado montañas azules envueltas en bruma, valles donde miró tantos tonos distintos de verde que no pudo comprender
cómo era posible que sólo existiera una sola palabra
para nombrar miles de colores que no eran el mismo.
La costa aparecía, lejana, otra vez ante los ojos de
Froylán Mateos, y pensó que se acercaba a su destino.
Quería encontrar un lugar lo suficientemente solitario
para quedarse unos días. El objetivo principal era enterrar para siempre el revólver con el que había servido tantos años al mal. Después iría a otros pueblos. Tal
vez se volvería pescador.
Caminó añorando la playa, la brisa, el mar. Apenas había comido algunas tortas correosas desde su
salida de la Ciudad de México. Encontró una cocina
muy cerca de la playa. Apenas una choza pobre aislada
del caserío, que anunciaba comida a precios módicos
con un letrero casi despintado. En el diminuto salón
sólo había algunas moscas que volaban alrededor de
las mesas y se posaban en los salseros. Después de descansar un buen rato franqueó la puerta que separaba
el salón de la casa que seguramente habitaban los dueños del negocio. Llamaba pero nadie contestaba. Sin
pensarlo mucho inspeccionó la casa hasta encontrar
una habitación llena de veladoras, donde un hombre
joven rezaba el rosario hincado en el piso.
—Perdón.
El joven lo miró con horror, aunque también con cierta satisfacción, como si lo hubiera estado esperando.
—Policía –gimió–. ¿De México?
Froylán Mateos asintió: no deseaba dar explicaciones. Policía o judicial retirado, qué más daba. La cara
enfermiza del muchacho se ensombreció aún más. Le
temblaba la quijada.
—Sé que ha venido a matarme.
Froylán Mateos sonrió ante el disparate y no supo
qué decir para apaciguar al escuálido mozalbete. No
quería explicar nada, sólo quería hacerle ver que el
poder de Dios lo había apartado de la senda del mal
y que sus días de asesino habían terminado. Acarició,
sin embargo, la cacha del revólver guardado en el bolsillo de la gabardina y miró el piso, que reflejaba las
luces de las veladoras. Estaba intrigado.
—Me lo dijo la vieja que hace las limpias: “Un
hombre mayor, policía para más señas, de tu mismo
barrio o ciudad, acabará con tu vida antes de que cumplas veinticinco años”. Por eso vine aquí, donde nadie
podía encontrarme.
Tendría que tranquilizarlo, asegurarle que no era
él el hombre de la profecía; tendría que decirle que
no había profecía que valiera, sólo el poder de un Dios
que lo había hecho cambiar. Eso quiso hacer Froylán
Mateos pero antes de abrir la boca el muchacho ya lo
estaba atacando con un puñal. El instinto y la práctica lo hicieron defenderse aun cuando desde muy lejos
su conciencia le decía que podía dejarse matar, acaso
así acabara por limpiar su alma. Pero sus puños intentaban dominar al joven y evitar las dolorosas heridas
en el hombro y el costado. Pensó que sería mejor dominarlo, desarmarlo y entonces explicarle todo, y así
ahorrarle la pena de ser también un asesino. Y para
dominarlo extrajo el revólver, al que el joven se aferró
con todas sus fuerzas, y el que rápido se disparó sin que
Froylán Mateos pudiera saber cómo. De pronto un cadáver aterrorizado lo abrazaba, le echaba todo su peso,
se resbalaba por su cuerpo manchándolo de sangre.
Froylán Mateos supo con exactitud cuál sería su
destino: después de enterrar el revólver caminaría
sin descanso con un rumbo fijo que era más bien una
idea: lejos de los hombres, cerca del mar.
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