Días después el jefe les encargó a él y a Mendizábal un trabajo: según informantes en la parroquia de
San Pablo Tlihuaca, en Azcapotzalco, narcotraficantes
coludidos con el sacristán escondían kilos de cocaína.
Mateos dejó a Mendizábal la inspección mientras él
interrogaba al señor cura. Hizo el interrogatorio de
rigor. Despachado el asunto de la droga –Mendizábal
no encontró nada– atajó al sacerdote:
—Padre: ¿qué es Juan 3:16?
El padre miró al cielo con exasperación: “¿Otra
vez, Señor?”
—Es un versículo de la Biblia. Lo usan los protestantes para argumentar contra el purgatorio, la penitencia, las buenas obras y la intercesión de los santos.
Los pobres creen que basta con la fe para ir al cielo.
—¿No puede decirse? ¿Está prohibido?
—“Porque tanto amó Dios al mundo –recitó–, que
le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en
Él no perezca, sino que tenga vida eterna”.
Froylán Mateos no entendió lo del “unigénito Hijo”
ni le importó, pero la segunda parte lo inquietó:
—¿Todo el que crea en Dios?
—Así es.
—¿Sólo con creer no muere y tiene la vida eterna?
—¿Ves el error? No puede interpretarse a pie
juntillas como hacen los protestantes, sino a la luz de
otros versículos.
—¿Basta creer en Dios? Y si uno cree y es... –Froylán
Mateos sintió un ridículo existencial inevitable al pronunciar la palabra–... y es malo.
—Todos somos malos. Pero no basta la fe, aunque
los protestantes dicen que si se tiene fe se empieza a
dejar el camino del pecado.
De modo que después de tantos años venía a coincidir poco a poco con los protestantes. Era para morirse de risa. Los protestantes significaban para Froylán
Mateos ese puñado de matrimonios jóvenes, algunos
adinerados, algunos muy pobres, siempre acompañados de algún gringo, que asistían al templo recién edificado en Tanquián. Eran aquellos que habían llorado
de rabia y se habían puesto a rezar –a “orar”, decían
ellos– en los escombros del templo. ¿Cómo había sido
todo? Don Gonzalo Santos se había robado una muchacha, que resultó ser sobrina del padre Santiago
Rubio. Después hablaron por horas en casa de don
Gonzalo, quien al terminar ordenó a Froylán Mateos:
“ponte a las órdenes del padrecito”. Lo que más odiaba después de ver a su sobrina ultrajada eran los protestantes: había que quemar el templo.
Después de hablar con el sacerdote pensó que
debía leer la Biblia, pero al poco tiempo abandonó
el proyecto: habría que conseguirla en algún lugar
que no imaginaba –recordaba que a los protestantes
de Tanquián los gringos les traían desde los Estados
Unidos biblias en español–, y por supuesto habría que
leerla “a la luz de otros versículos”. ¿O qué había dicho
el cura? ¿Y a qué horas leería? Podía acercarse a una
iglesia. Dios le había puesto una en su camino, pero
en su recuerdo de las misas a las que había asistido no
halló ni una explicación de la Biblia para ignorantes.
Recordó que los protestantes de la Huasteca –tuvo que
espiarlos durante algunos días– se reunían en ocasiones sólo para leer y comentar lo leído, y consideró buscar un templo: más de treinta años después de quemar
uno empezaba a sentir simpatía por sus víctimas; pero
abandonó la idea porque con la simpatía se asoció la
vergüenza: no, nunca podría ingresar a una comunidad protestante.
Lo que no pudo abandonar fue la idea, que lo
abatía aunque no sabía por qué, de que, por “creer”,
viviría eternamente en el Paraíso. La mujer con quien
vivía, que asistía a misa, en el fondo no creía en nada.
Ella no sabía, pero Froylán Mateos sí: Juana era incapaz de creer en nada, Juana iba a perecer.
Eso le pesaba, aunque no tanto como la conciencia de que él, el que había quemado el templo de los
creyentes, el que había abandonado mujeres e hijos,
el que había torturado, el asesino, el instrumento del
diablo, tendría la vida eterna. No podía con eso. Había matado personas de todo tipo, y nunca le habían
pesado unos más que otros. Lo mismo le daban los matones peores que él, que los “agitadores” (gente que
creía en revoluciones y en los derechos), los traficantes de drogas que los homosexuales. Servía al Estado y sólo obedecía órdenes, pero ahora veía claro: matar
es servir a Satanás. Y ahora empezaban a pesarle cada
una de esas muertes, y ahora tampoco hacía distingos:
le dolía cada uno de sus muertos hasta el amor. Y a
veces rezaba en la patrulla: “Dios mío, Dios mío, mándame al infierno”. Pero sabía que era inútil: ahí estaba
Juan 3:16: todo el que crea en Él vivirá eternamente. Y
las alucinaciones lo perseguían: la virgen María y la de
Guadalupe, san Martín de Porres y un Jesús sangrante
se le aparecían en la duermevela y le ordenaban dejar
la Policía Judicial, vigilar su revólver para que dejara
de hacer el mal, ir a la provincia y vivir en paz. Pero
Froylán Mateos era un hombre práctico. No podía
abandonar todo así como así. Tenía obligaciones con
la Judicial y, aunque mínimas, con Juana Mina.
Ni el jefe, ni Mendizábal, ni Juana lo habían entendido. Sorpresa, tristeza y rencor les había causado.
Lo hacía por el bien de todos, porque era el deber de
cualquier creyente. No sabía cómo iba a hacer el bien
ni le interesaba. Sólo le importaba dejar por fin de practicar el mal. Decidió no ir a la Huasteca, donde había
gente que podía reconocerlo, a pesar de los años transcurridos. Eligió un destino casi al azar en la estación
de autobuses: Colima. Lo mismo pudo elegir Saltillo
o Villahermosa; lo importante era dejarse conducir a
donde Dios quisiera.
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