Núm. 10 Tercera Época
 
   
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JOSÉ GARCIA OCEJO
EL ÚLTIMO DE LOS ROMÁNTICOS
 
 
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          Días después el jefe les encargó a él y a Mendizábal un trabajo: según informantes en la parroquia de San Pablo Tlihuaca, en Azcapotzalco, narcotraficantes coludidos con el sacristán escondían kilos de cocaína. Mateos dejó a Mendizábal la inspección mientras él interrogaba al señor cura. Hizo el interrogatorio de rigor. Despachado el asunto de la droga –Mendizábal no encontró nada– atajó al sacerdote:

          —Padre: ¿qué es Juan 3:16?

          El padre miró al cielo con exasperación: “¿Otra vez, Señor?”

          —Es un versículo de la Biblia. Lo usan los protestantes para argumentar contra el purgatorio, la penitencia, las buenas obras y la intercesión de los santos. Los pobres creen que basta con la fe para ir al cielo.

          —¿No puede decirse? ¿Está prohibido?

          —“Porque tanto amó Dios al mundo –recitó–, que le dio su unigénito Hijo, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna”.

          Froylán Mateos no entendió lo del “unigénito Hijo” ni le importó, pero la segunda parte lo inquietó:

          —¿Todo el que crea en Dios?

          —Así es.

          —¿Sólo con creer no muere y tiene la vida eterna?

          —¿Ves el error? No puede interpretarse a pie juntillas como hacen los protestantes, sino a la luz de otros versículos.

          —¿Basta creer en Dios? Y si uno cree y es... –Froylán Mateos sintió un ridículo existencial inevitable al pronunciar la palabra–... y es malo.

          —Todos somos malos. Pero no basta la fe, aunque los protestantes dicen que si se tiene fe se empieza a dejar el camino del pecado.

          De modo que después de tantos años venía a coincidir poco a poco con los protestantes. Era para morirse de risa. Los protestantes significaban para Froylán Mateos ese puñado de matrimonios jóvenes, algunos adinerados, algunos muy pobres, siempre acompañados de algún gringo, que asistían al templo recién edificado en Tanquián. Eran aquellos que habían llorado de rabia y se habían puesto a rezar –a “orar”, decían ellos– en los escombros del templo. ¿Cómo había sido todo? Don Gonzalo Santos se había robado una muchacha, que resultó ser sobrina del padre Santiago Rubio. Después hablaron por horas en casa de don Gonzalo, quien al terminar ordenó a Froylán Mateos: “ponte a las órdenes del padrecito”. Lo que más odiaba después de ver a su sobrina ultrajada eran los protestantes: había que quemar el templo.

          Después de hablar con el sacerdote pensó que debía leer la Biblia, pero al poco tiempo abandonó el proyecto: habría que conseguirla en algún lugar que no imaginaba –recordaba que a los protestantes de Tanquián los gringos les traían desde los Estados Unidos biblias en español–, y por supuesto habría que leerla “a la luz de otros versículos”. ¿O qué había dicho el cura? ¿Y a qué horas leería? Podía acercarse a una iglesia. Dios le había puesto una en su camino, pero en su recuerdo de las misas a las que había asistido no halló ni una explicación de la Biblia para ignorantes. Recordó que los protestantes de la Huasteca –tuvo que espiarlos durante algunos días– se reunían en ocasiones sólo para leer y comentar lo leído, y consideró buscar un templo: más de treinta años después de quemar uno empezaba a sentir simpatía por sus víctimas; pero abandonó la idea porque con la simpatía se asoció la vergüenza: no, nunca podría ingresar a una comunidad protestante.

          Lo que no pudo abandonar fue la idea, que lo abatía aunque no sabía por qué, de que, por “creer”, viviría eternamente en el Paraíso. La mujer con quien vivía, que asistía a misa, en el fondo no creía en nada. Ella no sabía, pero Froylán Mateos sí: Juana era incapaz de creer en nada, Juana iba a perecer.

          Eso le pesaba, aunque no tanto como la conciencia de que él, el que había quemado el templo de los creyentes, el que había abandonado mujeres e hijos, el que había torturado, el asesino, el instrumento del diablo, tendría la vida eterna. No podía con eso. Había matado personas de todo tipo, y nunca le habían pesado unos más que otros. Lo mismo le daban los matones peores que él, que los “agitadores” (gente que creía en revoluciones y en los derechos), los traficantes de drogas que los homosexuales. Servía al Estado y sólo obedecía órdenes, pero ahora veía claro: matar es servir a Satanás. Y ahora empezaban a pesarle cada una de esas muertes, y ahora tampoco hacía distingos: le dolía cada uno de sus muertos hasta el amor. Y a veces rezaba en la patrulla: “Dios mío, Dios mío, mándame al infierno”. Pero sabía que era inútil: ahí estaba Juan 3:16: todo el que crea en Él vivirá eternamente. Y las alucinaciones lo perseguían: la virgen María y la de Guadalupe, san Martín de Porres y un Jesús sangrante se le aparecían en la duermevela y le ordenaban dejar la Policía Judicial, vigilar su revólver para que dejara de hacer el mal, ir a la provincia y vivir en paz. Pero Froylán Mateos era un hombre práctico. No podía abandonar todo así como así. Tenía obligaciones con la Judicial y, aunque mínimas, con Juana Mina.

          Ni el jefe, ni Mendizábal, ni Juana lo habían entendido. Sorpresa, tristeza y rencor les había causado. Lo hacía por el bien de todos, porque era el deber de cualquier creyente. No sabía cómo iba a hacer el bien ni le interesaba. Sólo le importaba dejar por fin de practicar el mal. Decidió no ir a la Huasteca, donde había gente que podía reconocerlo, a pesar de los años transcurridos. Eligió un destino casi al azar en la estación de autobuses: Colima. Lo mismo pudo elegir Saltillo o Villahermosa; lo importante era dejarse conducir a donde Dios quisiera.

 

 
 
 
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