El delirio de la fiebre. Sentía las secreciones saliendo de su vientre y sabía que el sopor de la muerte la
andaba rondando de cerca. Con los labios cubiertos de llagas murmuraba.
Pasaban frente a sus ojos las imágenes: los saraos y las Jamaicas en las que ella era la más bella entre las bellas, su casa amueblada con lujo y buen gusto, los mil y un objetos de laca y linaloé, de oro y cristal azul
turquí, las tertulias literarias y las noches en el Coliseo de las Comedias… ¡Ah! Leona, la reina de los salones, la
intelectual que traducía del francés, pintaba miniaturas y escribía sonetos. La rica heredera de exquisitos modales
y vestidos de seda, medias de encaje y chinelas de raso bordadas de chaquira. ¿Había sido eso alguna vez?
Llegaban a borbotones las palabras amenazantes de los inquisidores, las horas y los días de cautiverio, la
insolación, los cardos del camino, los parajes desolados, recorridos a fuerza de voluntad a pie, los niños muertos
en combate, el terror a una emboscada en Tierra Caliente, los alacranes, el hambre, la disentería y las fiebres del
paludismo, el parto lejos de cualquier pueblo como el de una fiera en una cueva, su criatura en un huacal enredada en las enaguas… ¡Ah! La infanta de la nación americana, la conspiradora, la reina de los Guadalupes, la
fugitiva, ¿Leona era así?
Junto al sudor frío de la enfermedad, volvía el marasmo del placer, la turbulencia del deseo, el calosfrío al
roce de una piel amada. Había tenido una existencia placentera, había conocido el goce, más de un instante había
sentido que la vida podía ser eterna. Llevaba tatuada en el cuerpo la bondad de su prometido, la sonrisa coqueta
de su libertador, el beso enamorado del hombre de su vida. ¡Ah! La descocada que huye disfrazada para unirse
con su amante. ¿En verdad eso fue?
La inconsciencia venía arropada en un murmullo. Ese suave, acompasado oleaje traía palabras que hacían
latir su corazón con mayor fuerza: libertad, autonomía, independencia, soberanía… Con esas palabras, hechas
suyas, con sus sacrificios había contribuido a crear un país, aunque no podía decir que la tarea hubiese concluido.
Había ayudado, a golpes de miseria y hambre, a golpes de sangre y frío, a fraguar la libertad… aunque la libertad
no fuera perfecta ni la labor estuviera terminada. ¡Ah! La sediciosa, la periodista anónima de la Independencia. ¿Leona fue?
El sopor de la muerte traía los fantasmas de regreso: un supuesto libertador que se torna emperador, las
sotanas repartiendo cielos e infi ernos a quien pudiera pagarlos, el militar ambicioso que llegó al poder dejando
una estela de sangre tras de sí. No, no se acabó la lucha cuando los guerreros se abrazaron… La leona no pudo
volver a su cubil: siguió peleando en los salones y en los periódicos. Todavía sentía las cuchilladas de papel a flor
de piel…
–Amor… –llamaba, escudriñando las sombras en los rincones de la habitación–. ¿Por qué tardas tanto?
–Aunque lo llamaba deseando que pudiera oírla, en medio del dolor y de la angustia sabía que su amado
estaba donde debía estar: rmando tratados y realizando complejas negociaciones; sirviendo al país que habían
ayudado a crear, aunque hubiera resultado de otro modo, tan distinto de sus sueños. Para eso habían vivido, para
eso habían luchado, aunque en más de una ocasión implicara la separación y la soledad.
¡Qué pronto se había ido la vida! ¡Qué breve había sido el viaje! Ella, que había querido ser Telémaco para emprender aventuras y conocer el mundo, por fin estaba regresando a casa.
¿Había valido la pena? El dolor inmovilizaba sus miembros, pero no sus recuerdos. La victoria sólo había servido de punto de partida para empezar nuevas batallas. ¿Cómo parar? ¿Cómo detener a los fantasmas que venían
a torturarla?
Entre un estertor y el otro, sus ojos se llenaban de lágrimas de alegría porque no tenía que vencer en esa
guerra que esta vez era contra el cuerpo enfermo. Quería dejarse ir en brazos de la muerte, porque sabía que no
habría más llanto. No más zozobra, no más burlas de políticos ineptos y de periodistas vendidos al poder, no más
lejanía del amor de su vida porque estaría con él por siempre.
¿Dónde estaba él? ¿Venía de vuelta?.
¡Un espejo! ¡Un espejo por el amor de Dios!
¡Esa moribunda que se aferra a la vida para esperar el retorno del amor, la madre amantísima, la hija fiel, la
mujer fuerte que pelea, que responde a los ataques sin temor… ¿Era esa matrona de rostro ovalado en donde la
enfermedad había trazado hondas ojeras, esa que el espejo apenas reflejaba?
¡ –¿Quién soy? ¿Quién he sido yo…?
* Fragmento de la novela Leona