Hacia un autoritarismo plural. Elecciones en
México y Veracruz
Alberto J. Olvera
Alberto J. Olvera es doctor en Sociología (New School for
Social Research, Nueva York). Profesor-investigador del
Instituto de Investigaciones Histórico-Sociales de la UV.
Miembro del SNI nivel III. Su más reciente publicación es
La democracia frustrada: limitaciones institucionales y
colonización política de las instituciones
garantes de derechos y participación ciudadana en México.
Las elecciones locales del pasado 4 de julio en
18 estados del país han sido políticamente muy
importantes para el futuro de la democracia en
México, pues hasta cierto punto detuvieron una clara
tendencia a la restauración del poder del PRI a través
de su hegemonía casi absoluta en los gobiernos estatales y municipales. A pesar de las condiciones antidemocráticas en que se llevaron a cabo estas elecciones,
sus resultados fueron sorpresivos. Nadie anticipó las
derrotas del PRI en las elecciones para gobernador en
Oaxaca, Puebla y Sinaloa, ni la cerrada competencia
en Hidalgo, Durango y Veracruz, cuyos procesos han
terminado en una prolongada batalla postelectoral
librada en los tribunales. Lo notable fue que estos resultados se produjeron en el contexto de la más grave
regresión democrática en materia electoral desde la
creación de un IFE política y legalmente autónomo en
1996 y la subsecuente creación de organismos electorales estatales similares.
En efecto, los 18 procesos electorales en los que se
eligió a 12 gobernadores, congresos locales y alcaldes
se caracterizaron por la ruptura con los principios
nodales que guiaron la larga lucha por la democracia electoral en los pasados 20 años: la equidad en la
competencia, la autonomía de los órganos electorales
y el control de la intervención privada en el financia
miento de las campañas. Con mayor o menor cinismo,
los gobernadores de los estados intervinieron abierta
mente en las campañas, invirtiendo en forma abusiva
e incontrolada grandes sumas de dinero público y poniendo las estructuras administrativas de sus gobiernos al servicio de sus candidatos, rompiendo así la
equidad en la competencia y actualizando las prácticas del viejo régimen; los órganos electorales locales,
de suyo nacidos sin autonomía, fueron convertidos en
dóciles aparatos administrativos al servicio de los gobernadores; los poderes fácticos entraron de lleno al financiamiento ilegal de las campañas a través de todos los partidos, especialmente el PRI y el PAN, ambos
desesperados por ganar elecciones a costa de lo que
fuera. Los ejércitos electorales movilizados implicaron un costo tal que el principio de los topes o límites
a los gastos de campaña fue reducido a una reliquia
de un pasado remoto y utópico. Estas masivas inversiones en política electoral se fundaron en un cálculo
estratégico: estaba en juego la construcción de una
correlación de fuerzas que permitiría el regreso del PRI a la presidencia de la República, consolidando su
hegemonía a nivel nacional. La tarea del PAN y del
PRD era evitar a toda costa la materialización de este
escenario.
La abierta reversión de los logros de la democracia electoral en México (muy escasos de por sí en el
nivel local) fue facilitada por la completa ausencia de
perspectiva estratégica democrática del PAN y el PRD y
por su falta de principios y de proyectos alternativos.
Estos partidos permitieron que el PRI creara en estos
años un modelo de federalismo que trasladó enormes
recursos y poder real de decisión en varios campos
de la política pública a los gobernadores, sin correlato
alguno con la rendición de cuentas, hoy inexistente.
Un poder central acotado por el gobierno dividido,
coexistiendo con poderes locales sin límites efectivos,
fue la exitosa fórmula priísta aplicada en esta década.
El PRI ha reconstruido de la periferia al centro su poder sin que el PAN y el PRD opusieran resistencia, pues
el oportunismo negociador con el que se ha conducido el PAN en sus tratos con los gobernadores y líderes
parlamentarios priístas ha conducido al colapso moral
y organizativo del otrora partido democrático, convirtiéndolo en una mera formación facciosa, distribuidora de cargos y prebendas. El PRD hizo lo mismo, pero
en el contexto de su autodestrucción organizativa y
moral, vía fraudes en sus elecciones internas y su crisis
permanente de liderazgo.
En las elecciones de julio, los ciudadanos defendieron como pudieron la única libertad efectiva ganada en estos años: la del voto. A pesar de la compra
masiva de votos, de las presiones corporativas, del
clientelismo constante, del bombardeo propagandístico inmisericorde, la gente salió a votar con inteligencia para acotar o de plano liberarse de los cacicazgos y de los gobernadores más pedestres de este país. Y los
ciudadanos adoptaron, en esta gesta, las mismas tácticas previas al 2000: ocultar su verdadera intención de
voto y no dar a los encuestadores de salida información cierta, dada la desconfi anza y el temor reinante.
En efecto, se trató, tanto en Oaxaca, Puebla y Sinaloa,
y casi en Durango y Veracruz, de tardías elecciones
fundacionales de la democracia local, en el sentido
de una ciudadanía que se sobrepone a la abrumadora
presión del autoritarismo para manifestar su hastío y
descontento, aunque para ello tuviera que recurrir a
opciones poco atractivas.
En los tres estados donde ganó las gubernaturas
la coalición PRD-PAN (Oaxaca, Puebla y Sinaloa), el
porcentaje de votación fue el más alto de la historia local (56 a 57%), lo cual demuestra que los ciudadanos
entendieron estas elecciones como una oportunidad fundacional de la democracia o, leído desde el otro ángulo, como la coyuntura histórica para castigar al
priísmo más primitivo, representado por los gobernadores Ulises Ruiz y Mario Marín, así como a un gobernador sinaloense autoritario y casi autista. En Du
rango, Veracruz e Hidalgo hubo altos votos de castigo
para el PRI, que sólo logró ganar esas gubernaturas
mediante el uso masivo del aparato estatal. Donde el
PRI ganó fácilmente, como en Tamaulipas, Chihuahua
y Baja California, se experimentó un abstencionismo
masivo, entre 60 y 70%, lo cual demuestra el grado
de descomposición de esas sociedades asoladas por
el narcotráfico y la incapacidad del PAN y del PRD de
ofrecer alternativas creíbles al desastre y virtual desaparición del Estado en esas entidades.
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