Dr. Carlos Contreras
A los seres humanos nos
gusta suponer que los cambios ocurren sólo por
voluntad y todo se modifica de inmediato. Nos equivocamos.
Los cambios –cuando realmente ocurren– pueden
tomarse siglos para ser evidentes y abarcar a grandes
grupos. La xilografía, una versión rudimentaria
de la imprenta que se utilizaba en China desde el siglo
VI, se introdujo en Europa en el siglo XII, ¡600
años después! Para ese entonces habían
transcurrido unos doscientos años del esplendor
de los toltecas, de que Avicena y Avenzoar dominaran
el firmamento médico y de que se escribieran
las Mil y una noches. ¿Cómo perduraron
entonces los maravillosos cuentos de Scherezada a quien
seguramente poco le importaba la literatura ya que estaba
más preocupada por conservar la vida? El caso
es que Gutenberg dio a conocer su invento unas cuantas
décadas antes de que Cristóbal Colón
promoviera la esclavitud humana en el llamado de forma
arrogante “Nuevo Mundo”.
Y ¿qué hay de los fantásticos relatos
de William Shakespeare? ¿Y de los de Miguel de
Cervantes Saavedra? Ellos fueron contemporáneos,
aun cuando parece ser que nunca supieron uno del otro
y nacieron entre dos y cuatro décadas, respectivamente,
después de que se fundara la Universidad Nicolaita.
¿Cómo se transmitieron esos conocimientos
y obras de arte? Aun cuando la versión oral de
los eventos y tradiciones era transmitida por los quasiextintos
juglares y trovadores, sabemos de la existencia de diversos
textos escritos a mano. En ausencia de tales manuscritos,
las obras de arte y los conceptos fueron transmitidos
mediante la representación teatral o bien, para
algunos auditorios sumamente selectos, de manera oral,
lo que actualmente debería restringirse a ocupar
solo el sitio que le corresponde.
Los abuelos de quienes ahora lo somos o, estamos por
serlo, solían disfrutar de su tiempo libre de
una manera muy creativa. Ante la lenta incorporación
del cine, se veían en la necesidad de entretenerse
de formas que a un joven actual tal vez le aparecerían
un insoportable y aburrido martirio. Era cotidiana la
escena de la abuela contando cuentos, algunos inventados
y muchos otros fruto de la lectura de los cuentos pollinos
de Juan Ramón Jiménez, de los deliciosos
relatos costumbristas de Rubén Romero y otros
que hacen perder la pena de llorar públicamente
como los relatos de Álvaro Yunque. También
estaban los cuentos basados en una memoria convenenciera
y con una deliciosa interpretación personal como
los de Perrault, los hermanos Grimm y Oscar Wilde, de
quien cuando crecimos nos sorprendimos al saber que
también sabía escribir obras de teatro.
Quienes escuchábamos las historias, mañosamente
éramos introducidos en la lectura. Después,
todo corría por nuestra cuenta, expediciones
comerciales a las librerías, intercambio y recomendación
de libros e incluso círculos de lectores; ¿piratería
del siglo XX? Además, quien se había cansado
de leer solía esperar el sueño con prodigiosos
programas de radio, verdaderos alardes de imaginación
que hacían un círculo virtuoso al igual
que la lectura, al llenar la imaginación del
escucha con todas las escenas que se le diera la gana.
En eso estábamos cuando, ¡ay!, llegó
la televisión con una intrépida multiplicación
de posibilidades, incluido el monstruoso nintendo. Los
niños se quedaron así sin amigos, las
abuelas y mamás con poco quehacer, y la incipiente
tradición de la literatura se quedó como
novia abandonada, esperando a su bebé, la cultura
literaria que después de una larguísima
gestación apenas si alcanzó a nacer, sin
acceso a las alternativas benéficas de la medicina
genómica.
En biomedicina, como en todos los campos del saber,
los editores tienen la voracidad de un león para
obtener material para publicar sus revistas. En muchos
países, las deficiencias congénitas de
la cultura literaria impiden una producción suficiente
para editarlas, por lo menos puntualmente. Así,
los que sufrimos de delirio de persecución del
INSEN, hemos visto con alegría como surgieron
algunas nuevas publicaciones que pocos años después
fallecieron tristemente por inanición. La cultura
literaria está enferma y se detectan varios factores
etiológicos, además de los problemas añadidos
tempranamente, en su nacimiento.
Quizá por todo esto y otros aspectos, los investigadores
más productivos prefieren publicar sus hallazgos
en revistas ya prestigiadas; la lección se aprendió.
Desde la creación del Sistema Nacional de Investigadores,
muchas revistas mexicanas murieron tras haber mostrado
signos y síntomas de anorexia nerviosa, con su
adelgazamiento, su emaciación y su depresión.
¿Qué ocurrió? Simplemente, quedaron
atrapadas en su círculo vicioso y dejaron de
ser atractivas para los autores, al carecer del aporte
dietético que representa un buen número
de escritores y por supuestos el de lectores. Sin embargo,
después de casi tres décadas le damos
la razón a quienes nos forzaron a escribir en
revistas llamadas de “alto impacto”. Hemos
sido leídos.
Incluso, algunos vemos como actividad secundaria, que
no superflua, la comunicación en congresos. La
tradición oral tiene que ser rebasada por la
tradición escrita. ¡Qué descubrimiento!,
cuando la imprenta lleva cuatro siglos esperando y rápidamente
está siendo reemplazada –en falso–
por una tradición cibernética. Las bases
de datos disponibles nos colocan en la mesa de trabajo
de nuestro estudio, sentados cómodamente, tomando
el prodigioso café veracruzano, quizá
haciéndonos acompañar de música
suave y, a la vez, dentro de cualquier magnífica
biblioteca de casi cualquier parte del mundo.
Aun así, las cosas caminan sólo para ciertos
escritores y sólo para ciertas publicaciones.
¡Claro!, sólo vamos a leer buenos autores,
los cuales escriben en buenas revistas. A nadie le gusta
perder el tiempo y nadie debe tolerar que se le robe
su tiempo. Los investigadores, en nuestra faceta literaria,
escribimos para ser leídos. Otra cosa es perder
el tiempo.
Las revistas mexicanas deben ser apoyadas, tomando en
cuenta que existe un trinomio: el editor, el escritor
y el lector. Tocan al editor varias responsabilidades.
Aquella revista que falle para cumplir los requisitos
editoriales aceptados internacionalmente nunca será
reconocida. El primero de ellos es la puntualidad; toda
revista debe salir a la luz cuando debe ser, cuando
se tiene el compromiso. Un número abultado seguido
de otro magro significa que tenemos un editor sufriendo
por carecer de suficientes aportaciones. El contraste
es cruel; las mejores revistas que existen en el campo
científico se dan el lujo de rechazar entre 70%
y 90% de los artículos que se les proponen; les
sobra material. Su tiraje y distribución permite
que se les encuentre en prácticamente cualquier
parte del mundo, incluida la costosa internet, a pesar
de que quizá ingenuamente la lectura en pantalla
o tradición cibernética intenta encontrar
su lugar, sin haberse alcanzado la plenitud de la lectura
en papel, la tradición literaria. El segundo
requisito, que no secundario, para que un autor quiera
enviar el producto de su trabajo a una revista dada,
es la calidad de los que otros publican. Nadie va a
comprar, tal vez ni siquiera hojear– ni muchos
menos como dice ese Psicólogo agudo, Roberto
de Gasperín, a “ojear”, una revista
carente de prestigio, y tampoco va a aportar a ella
el fruto de su trabajo.
Así, los dos primeros componentes del trinomio
son el editor y el autor, que si operan desacoplados,
bloquean el progreso de uno y del otro. Las revistas
se hacen atractivas a los lectores por los contenidos,
los cuales a su vez son producto del talento de quienes
escriben ahí. Cualquier editor serio y responsable
requiere de suficientes textos de calidad. La segunda
parte del trinomio falla cuando el investigador cede
a la presión intensa que existe para publicar
de modo que sus textos sean “refritos”,
cubran cuotas de puntaje y, en consecuencia, carezcan
de información relevante. Hablamos de un proceso
patológico que, visto como investigadores biomédicos,
resulta multifactorial, degenerativo, crónico
y progresivo.
frecuente observa Curricula vitarum llenos de conferencias,
eventualmente el mismo tema, las mismas conclusiones,
a la manera de juglares y trovadores modernos, contando
la misma historia en varias ciudades y países,
por supuesto con viáticos pagados. En ocasiones,
el apartado curricular de publicaciones es también
abultado, aunque pocas han sido leídas por la
simple razón de haber sido impresas en ediciones
de poco tiraje y/o de distribución limitada,
quizá por timidez del autor. Algunos otros escritores
proporcionan –en toda su vida– una sola
publicación que vale la pena; aunque sólo
habrá un Juan Rulfo, eso es flojera o tal vez
incapacidad. Otros escriben varias versiones de los
mismos hallazgos y observaciones y las publican en revistas
y editoriales diferentes; eso es deshonestidad infligida
a sí mismo, se trata de un plagio a las propias
ideas. Llama mucho la atención el caso de quienes
han obtenido un posgrado y abandonan la tarea de publicar
sus tesis como artículos. Aunque para algunos
será mejor que se abstengan, ¿será
que las tesis son tan malas que le tomaron el pelo a
los sinodales? Puede ocurrir. Aunque las tesis normalmente
suelen recabar un material que, si bien, sólo
en rarísimas ocasiones lleva a un premio Nóbel,
contienen efectivamente información relevante
que puede dar lugar a varios artículos. Tal vez
se piense que la tesis ya cumplió su función,
la disertación oral. Estos investigadores y muchos
otros se llevan a la tumba sus observaciones, a pesar
de que tal vez alguna valga la pena; eso es egoísmo.
En todos estos casos son evidentes los síntomas
de una frecuente y poco estudiada entidad nosológica,
la constipación literaria que adquiere repercusiones
dramáticas para la cultura y el saber cuado se
expresa en plenitud, por que además de todo,
es totalmente compatible con una larga vida. Aún
falta el otro componente del trinomio, el lector. Si
se trata de alguien que permanece en la tradición
oral (que difícilmente lee el periódico,
dicho sea sin alusiones), poco hay que hacer, Es preferible
el lector crónico, quien a su vez será
crónicamente exigente. Tiene que aplicarse el
recurso de la mercadotecnia. Se tiene que ofrecer un
producto de calidad, ya sea para iniciar o para sostener
a alguien en la tradición escrita, en papel o
en pantalla. Los grandes conferencistas y escritores
redactan cuidadosamente sus ponencias, elaboran un primer
borrador que van puliendo con ayuda de los poderosos
procesadores de texto disponibles. Revisan la secuencia
de sus ideas, se aseguran de que el mensaje sea original,
esté accesible y completo, incluso ponen cierta
gracia. Saborean a plenitud su profesión. Con
solo un esfuerzo adicional, las ideas de nuestro personaje
quedan impresas, en blanco y negro, como nos gusta y
como debe ser para que otros lo disfruten o tal vez
para que gocen destrozándolo. Siempre será
necesaria la aportación de buenos escritores,
honestos y originales que, siendo generosos, comparten
con un lector invisible y anónimo, curioso e
inteligente, sus observaciones y... sus dudas en textos
de calidad publicados en buenas revistas.
No perdemos la esperanza de ver la metamorfosis de la
rudimentaria tradición oral del saber en una
amplia cultura literaria. En papel o en pantalla. Como
quieran.