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Todo
está en todas las cosas* [fragmento]
Sergio Pitol |
Pasado
y presente
Corría el año 1965. Llevaba dos años de vivir
en Varsovia. Un día el cartero me entregó una carta
procedente de Vence, una población del sur de Francia. La firmaba
Witold Gombrowicz. ¿Se trataría, acaso, de una broma?
Me resultaba difícil creer que fuera auténtica. La mostré
a algunos amigos polacos y se quedaron estupefactos. ¡Una carta
de Gombrowicz recibida por un joven mexicano residente en Varsovia!
¡Qué exceso, qué anomalía! Yo asentía
y me regocijaba. «Como todo en la vida de Gombrowicz»,
me decía. En la carta me explicaba que alguien había
puesto en sus manos la traducción al español de Las
puertas del paraíso, de Jerzy Andrzejewski, y que le había
parecido satisfactoria. Tanto, que me invitaba a colaborar con él
en la traducción de su Diario argentino, que publicaría
en Buenos Aires la editorial Sudamericana. Fue el inicio de una mejoría
considerable en mis condiciones de vida. De repente comencé
a recibir proposiciones de varios lugares. Mis fuentes de ingreso
en México eran Joaquín Mortiz, Era, la editorial de
la Universidad Veracruzana. En Barcelona, Seix Barral y Planeta; en
Buenos Aires, Sudamericana. En el pasado, sólo había
logrado colocar esporádicamente unas cuantas traducciones.
A partir de entoKnces, con sólo tres o cuatro horas diarias
pude recibir un ingreso regular que en la Polonia de aquellos días
significaba un capital muy saneadito. Más que la literatura
polaca, recibía solicitudes para traducir a autores ingleses
e italianos. En los siguientes seis o siete años fui fundamentalmente
traductor; ese oficio iniciado en Varsovia me mantuvo de manera total
en Barcelona y parcial en Inglaterra. |
Evocar
esa época no me hace pensar que «vivía yo otra
vida», como por lo general se dice, sino más bien que
la persona a quien me refiero no era del todo yo mismo; se trataba,
en todo caso, de un joven mexicano que compartía conmigo el
mismo nombre y algunos hábitos y manías.
Uno de los lazos evidentes que encuentro con aquel muchacho plantado
en Varsovia es una desmedida afición a la lectura. La libertad
de la que entonces disfrutaba apenas se advierte en lo que escribía,
pero quizás le sirvió como reserva para emplear más
tarde, cuando, paradójicamente, su espíritu de libertad
se había agostado. Recordar su irresponsabilidad, su desfachatez,
su gusto por la aventura, le produce a quien esto escribe algo parecido
al mareo.
Me resulta difícil escribir. Se me traba la mano sólo
al recordar que hubo un tiempo en que vivir era algo cercano a ser
un buen salvaje y reconocer, sin rencor, que la sociedad, las oficinas,
las convenciones, terminaron por lograr su cometido. ¡Pero no
del todo! Quizás mi disidencia de los usos del mundo es ahora
más radical, pero se manifiesta en hosquedad y no en alegría;
en convicciones. Ya no es una mera emanación de la naturaleza.
Durante mi estancia en Varsovia era dueño de mi tiempo, de
mi cuerpo y de mi pluma. Y si bien es cierto que en Polonia la libertad
distaba de ser absoluta, también lo es que los polacos aprovechaban
de la mejor manera y con una intensidad que rayaba en frenesí
los espacios creados durante la desestalinización, sobre todo
los artísticos. Le debo a aquel periodo el disfrute de
lecturas que con toda seguridad hubieran sido diferentes de haber
vivido en mi país o en alguna de las metrópolis culturales.
Libre del peso de las modas, de las capillas, de cualquier urgencia
de información, leer se convertía en un acto de hedonismo
puro. Leía, desde luego, a los polacos, y en ese mundo todo
era descubrimiento; leía lo que mis amigos me enviaban desde
México: literatura mexicana e hispanoamericana. |

Premios
y reconocimientos
otorgados al maestro Sergio Pitol |
Premio
de la revista Aventura y misterio por el cuento «Amelia
Otero», 1958
Premio Rodolfo Goes del INBA por la novela El tañido
de una flauta, 1973
Premio La Palabra y el Hombre por el cuento «Asimetría»,
1980
Premio Xavier Villaurrutia por el libro de cuentos Nocturno
de Bujara, 1981
Premio de Narrativa Comala, 1982
Premio Herralde de novela por El desfile del amor, 1985
Premio Nacional de Literatura, 1993
Premio Mazatlán por El arte de la fuga, 1996 y 1997
Premio de la Asociación de Cultura Europea de Polonia,
1987
Miembro de la Academia Mexicana desde 1997
Doctorado Honoris Causa por la Universidad Nacional Autónoma
Metropolitana, 1998
Premio de Literatura Latinoamericana y del Caribe Juan Rulfo,
1999
Premio Internazionale Bellunesi che hanno onorato la Provincia
in Italia e nel Mondo (Venecia), 2000
Premio Nacional Francisco Xavier Clavijero, 2002
Doctorado Honoris Causa por la Universidad Veracruzana, 2003
Medalla Calasanz de la Universidad Cristóbal Colón,
2004
Premio Cervantes de Literatura, 2005 |
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Rayuela
fue una revelación. Otros libros me fueron preciosos: La lozana
andaluza, de Francisco Delicado; muchísimo Tirso de Molina;
Auto de fe, de Canetti; Las tribulaciones del estudiante Törless,
de Musil; El señor G. A. en X, de Tibor Déry; La historia
de mi mujer, de Milan Füst y, sobre todo, el amplio acervo de
la biblioteca del British Council: Shakespeare y los demás
isabelinos; el teatro de la Restauración, en especial Sheridan
y Congreve; el Tristam Shandy, de Sterne; las Memorias de una enana,
de Walter de la Mare, y, por supuesto, todo o casi todo Conrad, cuya
lectura se volvía diferente en el entorno polaco, y Henry James
y Ford Madox Ford y Firbank y tantos otros más. La pasión
por la lectura y la antipatía a cualquier manifestación
del poder definen la identidad entre quien soy y quien fui entonces.
Casi al mismo tiempo que la de Gombrowicz, me llegó otra carta,
de don Rafael Giménez Siles, el editor, para incitarme a escribir
una autobiografía. Había invitado a una docena de escritores
de mi generación y de la todavía más joven. Le
interesaba, decía, saber cómo percibían el mundo
los nuevos escritores y, más aún, cómo ajustaban
sus circunstancias a él. |
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Una
característica de las biografías fue su brevedad, acorde
con el corto tramo recorrido por los autores. Comencé a escribir
esa crónica con sentimientos muy encontrados, con desgana,
sin placer, pero convencido de la necesidad de tener una presencia,
por mínima que fuese, en mi país. A diferencia de otros
autores incluidos, mi obra era reducidísima: dos pequeños
libros de cuentos. Estaba convencido de que mi vida, y no sólo
la literaria, se iniciaba apenas; sin embargo, seguí escribiendo
ese ensayo biográfico por vanidad, o por frivolidad, o por
inercia. |
Terminé
en pocos días el texto solicitado. Mientras lo escribía
me acompañaba la sensación de no salir de un continuo
sin fin. La historia anterior me quedaba muy cerca, a tiro de pedrada,
y ninguna de sus líneas estaba clausurada. Podía comparar
mi pasado a ese tipo de ciclones extremadamente agresivos que azotan
con ferocidad una región determinada y, luego, durante semanas,
se desplazan por miles de kilómetros, pero sin quitar el pie
del punto donde adquirieron su mayor potencia, al que regresan una
y otra vez para descargar su cólera. Era la idea que tenía
de mi vida: la infancia, o lo que quise y pude recordar de ella, el
periodo universitario, algunos viajes, todo se presentaba en mi memoria
como una entidad única, bastante confusa. La distancia de las
cosas de México, la perspectiva que eso me permitía,
la rareza del nuevo escenario, contribuían a convertir el pasado
en un informe conglomerado de elementos.
A finales de 1988, regresé definitivamente a México.
Durante mi ausencia publiqué varios libros; algunos se tradujeron
a otras lenguas, recibí premios, ¡todas esas cosas! Volví
al país con el propósito de emplear mi tiempo y mis
energías sólo en la escritura. Sentía una necesidad
casi física de convivir con el lenguaje, de escuchar a toda
hora el castellano, de saber que lo tenía a mi alrededor, aunque
no lo oyera. La ciudad de México que encontré me resultó
ajena, tenazmente complicada.
Perseveré cuatro años sin lograr asimilarla, ni asimilarme
a ella. Al llegar, comencé a recibir propuestas editoriales;
una fue reeditar aquella autobiografía precoz, añadiéndole
una segunda parte que diera fe de lo ocurrido en los veinte años
posteriores. Nunca la había releído. Cuando lo hice
me sentí asqueado, de mí, y, sobre todo, de mi lenguaje.
No me reconocí para nada en la imagen esbozada en Varsovia
de 1965. Me saltaba a la vista un tono modosito, de falsa virtud;
irreconciliable con mi relación con la literatura, que ha sido
visceral, excesiva y aun salvaje. Sentía emanar del texto una
imploración de perdón por el hecho de escribir y publicar
lo que escribía. Eran páginas de inmensa hipocresía.
El quehacer del escritor aparecía como una actividad de tercera
clase. En fin, no me hubiera fastidiado afirmar -porque entonces lo
creía- que escribir me producía menos placer que leer,
o que me resultaba una experiencia precaria y desvaída en comparación
con las otras que me ofrecía la vida. Eso hubiera estado bien.
Lo que encontraba aberrante era la máscara de escolar virtuoso
en que me ocultaba, el elogio al medio tono, el mustio balbuceo
del fariseo.
En los últimos tiempos me ha ocurrido a menudo ser consciente
de que tengo un pasado. No sólo por haber llegado a una edad
en que la mayor parte del camino ha sido recorrida, sino también
por conocer fragmentos de mi infancia que hasta hace poco me estaban
vedados. Puedo distinguir las etapas anteriores con suficiente claridad,
la autonomía de las partes y su relación en el conjunto,
lo que entonces me era imposible. Comienzo a recordar la juventud,
la mía y la de los demás, con respeto y emoción,
por lo que contiene de inocencia, de ceguera, de intransigencia y
de fatalidad. Eso mismo me hace concebir el futuro como una zona
infinita, desconocida y promisoria. Almuerzo
en el Bellinghausen
En 1978 o 1979 pasé un par de meses en la ciudad de México.
Era en aquel entonces consejero cultural de nuestra embajada en
Moscú. Había acumulado mis vacaciones durante dos
años a fin de que mi estancia en México tuviera mayor
sentido que en ocasiones anteriores, cuando la sensación
de estar y no estar en mi país había sido la dominante.
Dos meses formaban una entidad temporal más respetable. En
los primeros días de mi estancia recibí una llamada
telefónica de Julieta Campos, directora entonces del PEN
Club Mexicano, para invitarme a participar en un ciclo de presentaciones
de escritores de distintas generaciones. En cada sesión,
un autor mayor y un joven recién nacido a las letras leerían
textos recientes y luego conversarían con el público.
Me dijo que había pensado presentarme con Villoro; luego
hablamos de otras cosas y algunas, relativas al acto literario,
me quedaron imprecisas.
Después de colgar el teléfono comenzó a parecerme
que había algo poco razonable en esa proposición,
pues la diferencia generacional entre Villoro y yo no era suficientemente
contrastante. Me hubiera parecido mejor estar frente a Juan de la
Cabada, Fernando Benítez o Luis Cardoza y Aragón,
mis mayores. Mi estupor fue inmenso cuando me enteré unos
días más tarde que el Villoro con quien me presentaría
sería Juan, el hijo de Luis; era el papel del viejo el que
me estaba reservado en la confrontación. Tenía cuarenta
y cinco años de edad, pero hasta hacía poco se me
mencionaba aún entre los jóvenes escritores de México.
Me imagino que en parte por mi ausencia, que me hacía difícilmente
detectable, y la escasez de mi obra.
Fue la primera señal que debía advertirme que las
cosas ya no eran como habían sido hasta entonces. Esa, la
primera lectura pública que hacía en México,
me dio la oportunidad de leer un relato reciente nacido después
de varios años de intolerable hibernación. Fue también
el inicio de una gran amistad, la que me une con Juan Villoro. |
Bibliografía
de Sergio Pitol
Tiempo cerrado, Estaciones, México, 1959
Infierno de todos, Universidad Veracruzana, Xalapa, 1965
2ª. ed., Seix Barral, Barcelona, 1971
Los climas, Joaquín Mortiz, México, 1966
2ª. ed., Seix Barral, Barcelona, 1972
Sergio Pitol (Autobiografía), Empresas Editoriales, México,
1967
No hay tal lugar, Ediciones Era, México, 1967
Del encuentro nupcial, Tusquets, Barcelona, 1970
El tañido de una flauta, Era, México, 1973
2ª. ed., Anagrama, Barcelona, 1986
3ª. ed., Grijalbo, 1983
4ª. Lecturas Mexicanas, SEP, México, 1987
De Jane Austen a Virginia Wolf, SepSetenta, México, 1975
Asimetría (Antología personal), UNAM, México,
1980
Nocturno de Bujara, Siglo XXI, México,1981
2ª. ed., con el título de Vals de Mefisto, Anagrama, Barcelona,
1984
3ª. ed., Vals de Mefisto, Ediciones Era, México, 1989
Cementerio de tordos, Océano, México, 1982
Juegos florales, Siglo XXI, México, 1982
2ª. ed., Anagrama, Barcelona, 1985
3ª. ed., Ediciones Era, México, 1990
Olga Costa (monografía de arte), Gobierno de Guanajuato, Guanajuato,
1983
El desfile del amor, Anagrama, Barcelona, 1984
2ª. ed., Ediciones Era, México, 1989
Domar a la divina garza, Anagrama, Barcelona, 1988
2ª. ed., Ediciones Era, México, 1989
La casa de la tribu, FCE, México, 1989
Cuerpo presente, Ediciones Era, México, 1990
La vida conyugal, Ediciones Era, México, 1991
2ª. ed., Anagrama, Barcelona, 1991
El relato veneciano de Billie Upward, Monte Ávila, Caracas,
1992
Luis García Guerrero (monografía de arte), Gobierno
de Guanajuato, Guanajuato, 1994
Juan Soriano, el perpetuo rebelde, CNCA/Ediciones Era, México,
1994
El arte de la fuga, Ediciones Era, México, 1996
Pasión por la trama, Ediciones Era, México, 1998
2ª. ed., Huerga y Fierro Editores, Madrid, 1999
Todos los cuentos, Alfaguara, México, 1998
Soñar con la realidad. Antología personal, Plaza y Janés,
México, 1998
Tríptico del carnaval, Anagrama, Barcelona, 1999
El viaje, Ediciones Era, México, 2000
2ª. ed., Anagrama, Barcelona, 2001
De la realidad a la literatura, FCE España /ITESM, Madrid,
2002
Adicción a los ingleses. Vida y obra de diez novelistas, Lectorum,
México, 2002
Obras reunidas I, FCE, México, 2003
Obras reunidas II, FCE, México, 2003
Obras reunidas III, FCE, México, 2004
Los mejores cuentos, Anagrama, Barcelona, 2005
El mago de Viena, Pre-Textos, Valencia, 2005 |
Una
primera presentación ante el público no se concilia
con la condición de autor maduro, ¿no es cierto? En
efecto, la mayor parte de mi obra apareció después
de esa noche en que le di la alternativa a un altísimo adolescente
hiperkinético, quien leyó con impresionante despliegue
de energía el relato «El mariscal de campo».
El hecho de leer en ese encuentro de generaciones un texto que significó
mi vuelta a la escritura me hizo sentir, una vez terminado el suplicio
e iniciado el vacilón celebratorio, que llegaba yo a la edad
madura en una situación más bien equívoca,
que me había comportado como un escritor adolescente y Juan
como el maestro que venía de regreso de todas las experiencias.
Leí con una tensión casi imposible de resistir, sin
saber si lograría llegar al final de un párrafo, de
una frase. Tenía miedo de caer fulminado por una embolia
o por un infarto antes de arribar al punto donde pudiera detenerme,
en contraste con la insufrible desenvoltura del joven imberbe que
parecía comerse no sólo al público sino al
mundo entero.
Pero a
pesar del desconcierto me parecía vislumbrar que esa relación
equívoca entre la edad y la escritura se convertiría
con los años en algo eminentemente cómico. La marcha
hacia la vejez, y, digámoslo sin rodeos, hacia la muerte,
sigue deparándome sorpresas notables, como si todo fuera
fabulación, espectáculo en que soy actor y público
al mismo tiempo, y en que con bastante frecuencia las escenas se
caracterizan por su calidad paródica, como una ilusión
escénica risible, pero también ácida.
Veamos un ejemplo:
Voy con Carlos Monsiváis al Bellinghausen para encontramos
con Hugo Gutiérrez Vega, quien acaba de llegar a México
a pasar las vacaciones de fin de año. Siempre que vuelve
al país, sea de Madrid, de Río, de Washington, de
Atenas, de cualesquiera de las ciudades donde su destino diplomático
lo sitúa, Carlos y yo nos reunimos a comer con él
en el mismo lugar. Siempre ocurre, lo que significa una de las confirmaciones
más seguras de la amistad, que comenzamos a hablar como si
sólo unas cuantas semanas nos distanciaran de la última
comida. En esta ocasión viene de San Juan de Puerto Rico
donde es cónsul general. |
La
magnanimidad de Hugo es reconocida por todos. Le debo, entre muchos
gestos de afecto, el haberme puesto en contacto con algunos amigos
suyos de la Universidad de Bristol, donde durante un año
fui lector en el Departamento de Español. Tenemos la misma
edad, y aun me parece que le llevo por delante un par de años,
lo que no me impide recordarlo como a un hermano mayor. De hecho,
él y Lucy lo fueron, ¡y de qué extraordinaria
manera!, durante mi estancia en Inglaterra.
En fin, nos encontramos y nos sentimos felices de estar otra vez
conversando en el Bellinghausen. Después de los comentarios
de rigor: las dolencias, los amigos, la situación del país,
Hugo se las ingenia para recalar en uno de sus temas predilectos:
Rumanía o, mejor dicho, la literatura rumana. Le entusiasma
que el Premio Mundo Latino, otorgado hace unos cuantos días
en Roma, le haya sido dado al romano Alexandro Vona, a quien conoce
bien. Lo ha ganado por una novela única, nos comenta, con
la que ha vivido a solas desde 1947, año en que terminó
de escribirla y en que estuvo a punto de publicada. Esa novela,
Las ventanas clausuradas, ha configurado su destino. ¡Sigue
siendo su destino! Los pocos amigos íntimos .a quienes el
autor romano permitió conocer esa novela declaraban que su
estilo narrativo revelaba una búsqueda formal tan rigurosa
y soberbia que, si se quería compararla con alguien, sólo
saltaban a la mente las grandes personalidades narrativas de nuestro
siglo: Kafka, Joyce, Broch o Musil. Durante décadas, el novelista
vivió con la certeza de que jamás lograría
ver publicada su obra. No obstante, siguió cuidándola,
afinándola en secreto. Su primera sorpresa debió ser
la publicación en 1993 en su idioma; luego, la traducción
al francés y ahora el premio que le otorgó por unanimidad
un jurado excepcionalmente brillante compuesto, entre otros, por
Vincenzo Consolo, Luigi Malerba, Antonio Muñoz Molina, Rubem
Fonseca y nuestro admirado Álvaro Mutis. Y de Vona, Hugo
salta a otros escritores a quienes ha conocido, a unos personalmente,
a otros por la obra, pues una de sus mayores pasiones, tal vez la
más excéntrica, es, ya el lector lo habrá adivinado,
la literatura rumana.
Hugo habla con la pasión que lo caracteriza cuando se mueve
en sus terrenos; se me escapan los nombres Citados, salvo los muy
obvios: Cioran, Eminescu, Eliade, Cian Luca Caragiale, y lo mismo,
me imagino, le ocurre a Monsiváis. Cuenta la hazaña
de un poeta e hispanista, ¿podría ser Gialescu?, quien
gravemente enfermo de una tuberculosis ósea dedica lo que
le resta de vida a traducir las Soledades, de Góngora, y
lo hace de una manera magistral, tanto, que hoy se considera como
una ‘de las más notables recreaciones del poeta andaluz
en lengua extranjera. A partir de allí comienzo a perderme,
mi atención flaquea y no porque la exposición de Hugo
haya dejado de interesarme, sino porque descubro que desde una mesa
muy apartada: a la nuestra un anciano, el decano de todos los ancianos
del mundo, el Néstor por antonomasia, me saluda con ademanes
muy expresivos. Lo veo de pronto levantarse y ponerse en movimiento,
con paso muy lento, arrastrando unos pies que con toda evidencia
tratan de rebelársele; mueve los brazos como si tanteara
el camino o quisiera con ellos impulsar la marcha. Sonríe
como si nuestra presencia en el restaurante lo sorprendiera y colmara
de felicidad.
Viste ropa de género excelente, pantalones de franela de
un gris verdoso y una chaqueta a cuadros, ligeramente arrugada,
lo que le añade ‘una discreta elegancia a su figura.
La cabellera es abundante, alborotada, blanquísima. El rostro
tiene un color rosado, como el de un bebé, pero está
surcado en todas direcciones por arrugas de diferente extensión
y profundidad, lo que resulta incongruente con aquella coloración
infantil. Me hace recordar las últimas fotos de Auden...
«Mi rostro como pastel de bodas arruinado de pronto por la
lluvia...» El único entre nosotros que no podía
observarlo era Carlos, ya que aquel espectro radiante de felicidad
se acercaba a sus espaldas. Se me vino de golpe a la mente un tropel
de nombres de compañeros de escuela; traté entonces
de rejuvenecer aquella cara ajada, devolverla a la adolescencia
y encontrarle un nombre, pero me fue imposible.
Tenía ya en la punta de la lengua las vulgaridades que se
dicen en esas ocasiones: «¡Hombre, qué gustazo
verte, y sobre todo en tan buena forma! Se ve que la vida te ha
tratado de maravilla, ¿no es cierto? Ya entiendo por qué
te llaman el Dorian Gray nuestros contemporáneos. Pero se
equivocan, estás mucho mejor que eso, claro que mucho mejor»,
y otras bobadas por el estilo, sólo para hacer tiempo y darle
al otro la oportunidad de decir algo que me permita identificado.
Abrió los brazos a un paso de nuestra mesa y estuve a punto
de levantarme y echarme en ellos. Por fortuna me contuve; hubiera
hecho un papelazo. El anciano pasó a nuestro lado sin detenerse,
sin mirarnos siquiera, con la sonrisa cada vez más amplia
y los brazos más agitados. Se detuvo en otra mesa, exactamente
atrás de la nuestra. Me salvé de decide todas aquellas
estupideces y oíde decirme frases semejantes. Alguien decía
en la mesa de al lado: «¡Estás como quieres,
Flacus! ¡Pero mírenlo nada más cómo está!
¡Flacus, qué envidia!», y siguió la salva
de palabrería de ocasión; toda la variedad de monerías
que ha acumulado la lengua para esos casos. Me volví a mirar
el espectáculo. Era una mesa larga, como de diez personas,
todas chuleando al Flacus, quien con aspecto feliz, que quería
mitigar con palabras de modestia, respondía: «¡No
crean, no crean, no todo lo que reluce es oro; no siempre me siento
como hoy; no crean, caras vemos, caras vemos...!»
Respiré con alivio. Advertí en ese momento que todos
habíamos dejado de hablar.
Lo curioso es que los tres, Hugo y yo desde el inicio de la marcha
del anciano, y Monsiváis a partir del momento en que pasó
frente a la mesa, pensamos que se trataba de un amigo de juventud,
sin lograr ubicado. Tal vez un actor de nuestra época, un
galán joven de carrera intensa pero breve, retirado del oficio
mucho tiempo atrás. Pero esa posibilidad nos resultó,
sin saber por qué, poco convincente.
Devoramos el postre y bebimos el café de prisa, como si quisiéramos
escapar de aquella figura que teníamos tan cerca. La sospecha
de que en ese mismo momento alguien pudiera estar comentando de
nosotros lo mismo no dejaba de producirnos cierta zozobra. En fin,
son las angustias a las que uno debe acostumbrarse al llegar a cierta
edad.
Todo
es todas las cosas
Después de la primera «visión», volví
a Venecia por lo menos una docena de veces. La he recorrido con
detenimiento y he leído con interés y placer parte
de lo mucho que sobre ella se ha escrito, sobre su historia, su
arte y sus costumbres. Existe, además, una amplia narrativa
situada en Venecia. En casi todas las novelas no se le considera
como un mero escenario, sino que se convierte en personaje; a veces
es ella la auténtica protagonista.
Los puritanos, por formación, credo o temperamento, tienden
a demonizarla; en algunos, el rechazo coincide con una atracción
irresistible, y esa dualidad se transforma en delirio. Ruskin describió
con pasión cada una de sus piedras y al mismo tiempo vivía
horrorizado por los usos y costumbres de sus moradores. En el corazón
de Venecia se alberga el mal; es un foco de abominación;
su poder contaminante es obra del demonio, dicen. El inocente que
se acerque a ella, en caso de escapar lo hará ya con el alma
dañada. A algunos ni siquiera esa gracia les es permitida.
Sucumben allí mismo; es el caso de Aschenbach, el de La muerte
en Venecia. Medio mundo se permite sermonearla, aleccionarla; intentan
moralizarla, redimirla de sus pecados y sus vicios; le exigen dejar
de existir para purgar sus pecados; se complacen en su decadencia;
sólo el hundimiento, la muerte por agua, lograría
purificarla.
Los defensores utilizan argumentos a veces desconcertantes. Berenson
se extasía en su color. Le maravilla enfrentarse con una
escuela de pintura tan extraordinaria, la única en Italia
que carece de «primitivos», puesto que nace ya con un
puñado de obras maestras. El célebre esteta afirma
que Venecia fue la primera nación moderna de Europa, pero
las razones con que sostiene su aserto parecen bastante paradójicas:
«Como Venecia fue ajena a la gloria individual, los mantenedores
de ésta, que eran los humanistas, hallaron en su recinto
escaso estímulo; y esa circunstancia les ahorró a
los venecianos ser absorbidos por la arqueología, la filosofía
y la ciencia pura... de ahí que el gusto por la belleza no
se viera perturbado en su desarrollo». La pintura veneciana
está hecha, y lo sostiene en diversas ocasiones, para
ser sencillamente un objeto de placer.
Lo que destaca Berenson, su admiración por los cuerpos bellos
y saludables, el amor a los atavíos coloridos y suntuosos,
la disposición al placer, al carnaval, al uso permanente
de la máscara y la prodigalidad erótica es lo que
aterroriza a los puritanos. En cambio, quien tenga una mínima
propensión a la sensualidad se sentirá en la Serenísima
como en el Templo de Venus. No por nada Casanova es el hijo universalmente
conocido de Venecia.
Venecia es inabarcable. Siempre queda algo para ver en el próximo
viaje, porque una iglesia está en restauración, un
cuadro está prestado, hay una huelga de museos, por mil razones.
Cada viaje significa rectificaciones, ampliaciones, asombros, consagraciones
y desacralizaciones. En mis primeros viajes Longhi no era para mí
ni siquiera un nombre; hoy es uno de mis pintores entrañables.
Tardé larguísimos años para poder ver La resurrección
de la carne, el asombroso mural de Carpaccio. Recorrí vez
tras vez durante años el amplio trayecto que va desde el
Hotel de la Fenice et des Artistes, donde siempre me hospedo, hasta
la iglesia de San Giorgio degli Schiavoni, y en cada ocasión
encontré una traba imprevista: clausura por restauración,
imposibilidad de ingreso debido a la celebración de alguna
ceremonia especial, cobertura de los muros con pesadas telas sin
que mediara explicación alguna. Cuando en mi último
viaje pude ver al fin ese y los otros frescos que contiene San Giorgio
tuve la sensación de clavar la más profunda pica que
alguien pudiera destinar a Flandes. |
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La
primera vez, repito, vi la ciudad a ciegas, se me aparecía
en fragmentos, surgía y desaparecía, me mostraba proporciones
incorrectas y colores alterados. El espectáculo fue irreal
y maravilloso al mismo tiempo. Con los años he rectificado
esa visión, cada vez más portentosa, cada vez más
irreal. De algún modo mi viaje por el mundo, mi vida entera
han tenido ese mismo carácter. Con o sin lentes nunca he alcanzado
sino vislumbres, aproximaciones, balbuceos en busca de sentido en
la delgada zona que se extiende entre la luz y las tinieblas. Me he
soñado viajero en esa fantástica nave de los locos pintada
por Memling, que una vez contemplé con estupor en el Museo
Naval de Gdansk. ¿Qué es uno y qué es el universo?
¿Qué es uno en el universo? Son preguntas que lo dejan
a uno atónito, y a las que se está acostumbrado a responder
con bromas para no hacer el ridículo. |
Uno, me aventuro, es los libros que ha leído, la pintura que
ha visto, la música escuchada y olvidada, las calles recorridas.
Uno es su niñez, su familia, unos cuantos amigos, algunos amores,
bastantes fastidios. Uno es una suma mermada por infinitas restas.
Uno está conformado por tiempos, aficiones y credos diferentes.
En el momento en que escribo estas páginas puedo dividir mi
vida en una fase larga, gustosa y gregaria, y otra, la más
reciente, en que la soledad me parece un regalo de los dioses. Ir
a fiestas, comidas, tertulias, cafés, bares, restaurantes fue
durante largos años un goce cotidiano. El paso al otro extremo
se produjo de modo tan gradual que no logro aclarar los distintos
movimientos del proceso. Mis años en Praga coincidieron con
una intensidad de energía interior. Escribir se volvió
una obsesión; creo que la agobiante actividad social a la que
me veía obligado por motivos protocolarios de alguna manera
nutrió de anécdotas, episodios, gestos, frases y tics
las novelas que allí escribí.
Vivo en Xalapa, una capital de provincia rodeada por paisajes de excepción.
Por las mañanas salgo al campo, donde tengo una cabaña,
y dedico varias horas a escribir y a oír música. De
cuando en cuando hago alguna pausa para jugar en el jardín
con mi perro. Regreso a la ciudad a la hora de comer y por la tarde
vuelvo a escribir, a oír música, a leer, a veces a ver
algún viejo filme en videocasetera. Me comunico con amigos
por medio del teléfono. A partir de las seis de la tarde, salvo
casos extraordinarios, no hay poder que me haga salir de casa. Le
debo a Bernal Lascuráin, el arquitecto, a su imaginación,
a su gusto y a su talento, el placer de habitar estas casas, construida
cada una como complemento de la otra. Si tuviera que vivir en ellas
un arresto domiciliario mi felicidad sería perfecta. Trabajo
hasta las dos o las tres de la mañana. Este ritmo de vida que
a muchos podría parecer desesperante es el único que
me resulta apetecible.
Aquello que de importancia nos ocurre en la vida es obra del instinto,
afirma Julien Green. «Todas las sexualidades forman parte de
la misma familia: el instinto. Pero en él hay algo que siempre
se nos escapa, y de eso somos conscientes. Es lo que hace apasionante
nuestra vida. Todo ser humano lleva un misterio que ignora.»
Lo no importante, me imagino, aquello que es idéntico a lo
que hace todo el mundo, lo que forma la trivia característica
de una época, es una creación natural de la sociedad.
Sin darnos cuenta nos acondicionamos a ella; ésa es una de
sus grandes labores y la fuente de mil desdichas. Cree uno comportarse
como un robot, obrar mecánicamente, marchar como un sonámbulo,
ser igual al ejército de pequeños hombrecitos y
al final resulta que la fuerza del instinto ha trabajado en sentido
contrario. Rosita Gómez soñaba en la niñez con
ser una bataclana y terminó siendo una honesta cajera de banco;
nunca aprendió a bailar, ni siquiera valses. Marcelino Góngora
soñó con ser un mafioso, el capo de una banda criminal,
el terror del mundo, y ya antes de terminar la adolescencia era sacristán
en la iglesia de su pueblo. El libro que alguien se proponía
escribir, y para el que tomó durante años innumerables
notas, se paralizó de pronto, dejó de ser un proyecto;
algo inesperado, ajeno a la voluntad comenzó a dibujarse
en el futuro. Así suceden las cosas. Vuelva usted a preguntar
qué somos, a dónde vamos y una bofetada lo librará
de las pocas muelas que le quedan.
Y del instinto, que es un misterio, me permito saltar al tema de la
tolerancia, que es obra de la voluntad. No hay virtud humana más
admirable. Implica el reconocimiento a los demás: otra forma
de conocerse a uno mismo. Una virtud extraordinaria, dice E. M. Forster,
aunque no exaltante. No hay himnos a la tolerancia como los hay,
en abundancia, al amor. Carece de poemas y esculturas que la
magnifiquen, es una virtud que requiere un esfuerzo y una vigilancia
constantes. No tiene prestigio popular. Si se dice de alguien que
es un hombre tolerante, la mayoría supone al instante que a
aquel hombre su mujer le pone cuernos y que los demás lo hacen
pendejo. Hay que volver al siglo XVIII, a Voltaire, a Diderot, a los
enciclopedistas, para encontrar el vigor del término. En nuestro
siglo, Bajtín es uno de sus paladines: su noción de
dialoguismo posibilita atender voces distintas y aun opuestas con
igual atención. «Sólo dañamos a los demás
cuando somos incapaces de imaginarlos», escribe Carlos
Fuentes. «La democracia política y la convivencia civilizada
entre los hombres exigen la tolerancia y la aceptación de valores
e ideas distintos a los nuestros», dice Octavio Paz.
Hay una definición del hombre civilizado hecha por Norberto
Bobbio que encarna el concepto de tolerancia como acción cotidiana,
un ejercicio moral en activo: «Un hombre civilizado es aquel
que le permite a otro hombre ser como es, no importa que sea arrogante
o despótico. Un hombre civilizado no entabla relaciones con
los otros sólo para poder competir con ellos, superarlos y,
finalmente, vencerlos. Le es totalmente ajeno el espíritu de
competencia, rivalidad y, por consiguiente, el deseo de obtener frente
al otro una victoria. Por lo mismo, en la lucha por la vida lleva
siempre las de perder [...] Al hombre civilizado le gustaría
vivir en un mundo donde no existieran vencedores ni vencidos, donde
no se diera una lucha por la primacía, por el poder, por las
riquezas y donde, por lo mismo, no existieran condiciones que permitan
dividir a la gente en vencedores y en vencidos». Hay algo enorme
en esas palabras. Cuando observo el deterioro de la vida mexicana
pienso que sólo un ejercicio de reflexión, de crítica
y de tolerancia podría ayudar a encontrar una salida a la situación.
Pero concebir la tolerancia como se desprende del texto de Bobbio
implica un esfuerzo titánico. Me pongo a pensar en la soberbia,
la arrogancia, la corrupción de algunos conocidos y me altero,
comienzo a hacer recuento de las actitudes que más me irritan
de ellos, descubro la magnitud del desprecio que me inspiran, y al
final debo reconocer lo mucho que me falta para poder considerarme
un hombre civilizado.
*Tomado de El arte de la fuga, Ediciones Era, México,
1996 pp. 14-27 |

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