Sobre
Sergio Pitol
Elena
Poniatowska
Corría el año 1965. Llevaba dos años de vivir
en Varsovia. Un día el cartero me entregó una carta
procedente de Vence, una población del sur de Francia. La
firmaba Witold Gombrowicz. ¿Se trataría, acaso, de
una broma? Me resultaba difícil creer que fuera auténtica.
La mostré a algunos amigos polacos y se quedaron estupefactos.
¡Una carta de Gombrowicz recibida por un joven mexicano residente
en Varsovia! ¡Qué exceso, qué anomalía!
Yo asentía y me regocijaba. «Como todo en la vida de
Gombrowicz», me decía. En la carta me explicaba que
alguien había puesto en sus manos la traducción al
español de Las puertas del paraíso, de Jerzy Andrzejewski,
y que le había parecido satisfactoria. Tanto, que me invitaba
a colaborar con él en la traducción de su Diario argentino,
que publicaría en Buenos Aires la editorial Sudamericana.
Fue el inicio de una mejoría considerable en mis condiciones
de vida. De repente comencé a recibir proposiciones de varios
lugares. Mis fuentes de ingreso en México eran Joaquín
Mortiz, Era, la editorial de la Universidad Veracruzana. En Barcelona,
Seix Barral y Planeta; en Buenos Aires, Sudamericana. En el pasado,
sólo había logrado colocar esporádicamente
unas cuantas traducciones. A partir de entoKnces, con sólo
tres o cuatro horas diarias pude recibir un ingreso regular que
en la Polonia de aquellos días significaba un capital muy
saneadito. Más que la literatura polaca, recibía solicitudes
para traducir a autores ingleses e italianos. En los siguientes
seis o siete años fui fundamentalmente traductor; ese oficio
iniciado en Varsovia me mantuvo de manera total en Barcelona y parcial
en Inglaterra.
Juan García Ponce
Me atrevo a decir de Sergio Pitol lo que es más
difícil atreverse a decir de cualquier escritor: es un escritor
por necesidad. La escritura es un fin en sí misma, tal vez
nadie se atreva a dudar de esto. La escritura es también
un fin porque no puede dejar de ser un medio para llegar a lo que
nunca se alcanza y termina convirtiéndola en fin. Habría
que contar con un centro que estuviera afuera; pero ese centro no
existe, sólo está adentro, en el seno de la misma
escritura. Eso es lo que a mí me dicen con sus enrevesados
desarrollos, con sus ambiguos procedimientos, con su reticencia
y su continua capacidad para proponerse evocar un misterio que el
autor sabe que no existe, pero nos engaña con los extravíos
a los que lo conduce su búsqueda hasta el grado de que a
través de su inexistencia el misterio existe: las obras de
Sergio Pitol.
Antonio Tabucchi
Sergio Pitol, escritor mexicano de nacimiento pero cosmopolita
por elección, deja en su historia la idea, como la sostuvo
también nuestro Gadda, de que el barroco no es una manera
de ver el mundo, sino que es precisamente el mundo el que es barroco.
Sólo que esta idea central, que por otra parte se encuentra
tan profundamente arraigada en la literatura latinoamericana, es
filtrada por la cultura europea que Pitol ha absorbido profundamente
en sus estancias en el Viejo Continente: la máscara y el
rostro de la gran tradición de nuestro siglo (Pirandello
y Pessoa), la ambigüedad y la ficción, diría
yo más de sabor schnitzleriano que borgesiano, y las sugestiones
freudianas.
Enrique Vila-Matas
Te recuerdo en Praga [Sergio] donde, paseando por esa laberíntica
ciudad, un día encontraste una casa donde había una
placa recordando que en ella había vivido Egon Edwin Kisch,
un escritor y periodista checo que había estado exiliado
en México. Ahí descubriste que ese hombre había
sido un gran cronista de su época y te interesaste por saber
más cosas de él y también por saber por qué
diablos una ciudad tan provinciana como en aquel entonces era México
recibió la más variada fauna que se pueda imaginar:
republicanos españoles, la izquierda europea de los países
ocupados por el Reich, el rey Carol de Rumania, el señor
Trotski y otros genios enmascarados. Aquella placa encontrada casualmente
en una calle de Praga sería el origen de tu deslumbrante
novela El desfile del amor, escrita nada menos que entre Mariembad
y Mojácar, esa grija novela donde nadie, absolutamente nadie,
es lo que es.
Rafael Humberto Moreno-Durán
Desde su infancia en un lugar llamado Potrero, allá
en Veracruz, hasta sus vivencias en las alcazabas de Samarcanda,
el escritor ha deambulado entre bibliotecas eslavas y antros innombrables
de Carnaby Street, ha sido diplomático en Varsovia y Moscú,
ha papado la felicidad en Praga y ha mordido la desdicha en Escudillers.
Sus libros, tan sugestivos en la anécdota como sus títulos,
Del encuentro nupcial, El tañido de una flauta, Domar a la
divina garza, le han abierto un espacio propio en la narrativa,
actual en lengua castellana. Algo similar cabe decir de sus ensayos,
género que revela a un autor atento y a la vez raro, que
por igual nos pone en contacto con Boris Pilniak y El rey de las
dos Sicilias. Como traductor de plurales recursos —polaco,
ruso inglés, italiano, checo—, nos aproxima al orbe
inclasificable de ese Flann O’brien que se ocultaba tras la
eufónica máscara de Myles na Gopaleen o nos regocija
con su poco inocente versión de Las excentricidades del cardenal
Pirelli. Su biblioteca es testigo de sus amplias inquietudes intelectuales,
y basta recordar que cualquier lector de Gombrowicz sabe que fue
Pitol uno de quienes primero le facilitaron el acceso al mundo del
escritor polaco.
Juan Villoro
Hay muchas clases de humor, y el de Pitol es vindicativo:
transforma a los triunfadores de rutina en fantoches de gran guiñol.
El procedimiento llega a sus últimas consecuencias en La
vida conyugal, donde una pareja burguesa, atada al PRI hasta en
su vida gástrica, basa su relación en la capacidad
de sobrevivir a sus intentos de asesinarse. Pitol revierte el proceso
narrativo de Mi enemigo mortal, la obra maestra de Willa Cather.
Si la escritora norteamericana cuenta una trama sosegada que sólo
en la última página deviene historia de horror, nuestro
gran parodista ofrece una sórdida mascarada que termina como
el perfecto idilio de dos seres que se merecen uno al otro.
Teresita García Díaz
La escritura de Sergio Pitol representa un viaje para el
lector, una movilización por espacios geográficos
y temporales, múltiples voces escritas y orales, interioridad
de algunos sujetos, creaciones de sus personajes relaciones intertextuales
y diferentes espacios genéricos. Su pluma se ha deslizado
por varios géneros literarios (cuento, novela, crónica
y ensayo), ya sea de manera aislada o combinada; el lector que conoce
su obra puede aprehender un rasgo recurrente de la estética
del autor veracruzano: la yuxtaposición de las características
inherentes a distintos géneros discursivos en una sola obra.
Alberto Vital
Una de las muchas anécdotas ¿o leyendas?
Entrañables en torno a la figura de Pitol, lo ubica ante
la máquina de escribir y al mismo tiempo ante una televisión
sin sonido. Tal vez los gestos mudos de los actores le sugieran
una dimensión de lo grotesco que a todos los demás
se nos escapa. Y, más todavía, tal vez así,
callada y gesticulante, la TV le revele el secreto de su única
(auto)aniquilación posible.
Renato Prada Oropeza
Los
cuentos contenidos en el volumen de Vals de Mefisto de Sergio Pitol
conforman uno de los libros más sólidos y significativos
de la cuentística latinoamericana contemporánea: la
complejidad narrativa, la novedad de planteamientos discursivos,
el ritmo del enunciado escrito, firmemente establecido, confluyen
a consolidar un lenguaje narrativo ya característico de una
escritura que, con El tañido de la flauta y Juegos florales,
constituyen una constelación literaria propia[…] En
muy contadas ocasiones el relato hispanoamericano puede enorgullecerse
ante tal maestría: manifestación expresiva de plenitud,
complejidad compacta y rotunda de contenido son el anverso y reverso
de este libro único. Estamos frente a un ejemplar de cuentos
a la altura, sin duda, de los similares de Jorge Luis Borges, Bioy
Casares, Silvina Ocampo, Juan Rulfo, Julio Cortázar, Carlos
Fuentes[…]
Guillermo Sheridan
Si
es inútil tratar de separar a Pitol de su obra, lo es también
tratar de separar su obra de su crítica amable, febril y
casi arcaica. Una crítica que no desdeña los antecedentes
biográficos, las síntesis argumentales, las eclosiones
de fascinación. Es una crítica conversacional, ero
de conversador agudo, compenetrado, enterado. Tenues vasos comunican
su crítica y sus novelas. Hay entre ellas una interacción
que, en momentos, se antoja un enigma más, diseñado
por su ingenio alternativamente cruel y piadoso, ácido y
benigno.
Mario Muñoz
Los
textos de Infierno de todos muestran la doble atracción de
la literatura de Pitol: si bien por una parte hay una inmersión
en las oscuras y tenebrosas aguas de la razón de ser del
hombre, en ese subterráneo donde fascinación y agotamiento,
inocencia y perversión integran una visión alucinante
de la realidad, en su aparente cansina formulación; por otra,
existe la preocupación constante por hacer racional, a través
del lenguaje, este fragmentarismo, por inferir una coherencia de
esa abrumadora pesadilla que es la vida. Búsqueda, al fin
y al cabo, efímera pero que es la que justifica a la literatura.
José Emilio Pacheco
En
Varsovia, en Roma, en París, en Moscú, en Praga, en
Belgrado, en tantas otras ciudades, Sergio Pitol encuentra siempre
a Jalapa, a Córdoba, a Orizaba, a Huatusco. Su país
es el mundo entero unificado no por la globalización sino
por la literatura. Como él insiste todo está en ella:
lo vivido, lo pensado, lo añorado, lo imaginado. La literatura
es el sueño de lo real. Por tantos años y tantos libros
de esa realidad soñada y de ese sueño realizado, en
ocasión del Premio Cervantes en el cuarto centenario del
Quijote, sólo puedo decirle, una vez más y siempre,
gracias, Sergio Pitol.
Carlos Monsiváis
La
fe en que lo real es novelable y lo que no es novelable es irreal,
desemboca en un método incesante de Pitol: los desenmascaramientos,
que contribuyen a la fascinación y el prestigio de su obra.
A este respecto, ¿cómo me explico el éxito
creciente de Pitol, en la recepción crítica y en el
entusiasmo del circuito oral? Me lo explico por sus virtudes prosísticas
desde luego, y por la lucidez regocijada de su pensamiento y su
creación de personajes. Sergio Pitol lo expresa en uno de
sus paseos por la autobiografía: «La pasión
por la lectura y la antipatía a cualquier manifestación
del poder definen la identidad entre quien soy y quien fui entonces.»
Y más adelante agrega: «Uno, me aventuro, es los libros
que ha leído, la pintura que ha visto, la música escuchada
y olvidada, las calles recorridas. Uno es su niñez, su familia,
unos cuantos amigos, algunos amores, bastantes fastidios.»
Pero si se es Sergio Pitol, uno es también la conversación
incesante con lectores nunca desconocidos del todo, nunca lo suficientemente
escudriñados. En el tiempo del autoritarismo que se resiste
con furia a desaparecer, Sergio Pitol opta por el más democrático
de los diálogos, el que se establece sobre una página
y a lo largo de un libro. Mientras otros insisten en desordenar
el caos, un escritor hace el recuento de haberes culturales y nostalgias
plenas, y notifica lo obvio: el arte del viaje es también
el arte del arraigo.
Jorge Herralde
Tuve
la fortuna de asistir a una cena en casa de Vicente y Alba Rojo,
con Pitol, Monsiváis y Prieto absolutamente desmadrados,
pasando revista a los santones de la intelligentsia mexicana y a
los fantasmones del PRI con el humor más descoyuntado e incorrecto
posible. Un repaso nada pacífico, a cargo de un trío
más divertido y salvaje que los hermanos Marx. Siguiendo
con la risa, ésta estaba un tanto sofocada en los primeros
libros de Pitol, pero a partir de El desfile del amor, amparado
por las teorías de Mijaíl Bajtin sobre el carnaval,
Sergio se suelta el pelo, amalgama la alta cultura con la parodia
y lo grotesco: «Encontré refugio en el relajo»,
nos dice en el libro, y desde luego, a calzón quitado, funde
literatura y risa. Y así hasta hoy. |