Núm. 10 Tercera Época
 
   
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ARTES

Reconstrucción de una memoria de viaje.
Berlín y la arquitectura contemporánea

Fernando N. Winfield Reyes

Fernando N. Winfield Reyes es profesor en la Facultad
de Arquitectura de la Universidad Veracruzana, campus
Xalapa. Coordina la línea de investigación “Historia,
Teoría y Práctica del Urbanismo” y colabora con el cuerpo
académico “Entornos Sustentables”.

Uno se siente un poco mal cuando camina a través de él. Pero es preciso, porque así es como se siente el orden perfecto cuando dejas atrás la historia de Berlín.

DANIEL LIBESKIND: El jardín del exilio (conjunto escultórico exterior al Museo de los Judíos en Berlín)

A Mara, compañera de itinerarios y tránsitos donde mundos nuevos nos esperan.

Las últimas semanas de este año por Inglaterra y algunos otros sitios del centro de Europa han sido el espacio propicio para nutrir ese imaginario que desde pequeños nos fue inculcado con cierto interés sobre los asuntos de la historia. Y es que si hay algo que sobra por acá es esa conciencia de las cosas, casi siempre terribles, que la historia refiere cuando se trata de los avatares de la guerra. Curioso que esa visión simplista que se tiene de niño en los asuntos de juego, cuando uno despliega los ejércitos en un tablero, en una mesa o en el suelo de la sala, donde un grupo de soldados de un color representa a los buenos y otro agrupamiento de otro color a los malos, tiende a modificarse cuando somos adultos y acaba por ser una mezcla confusa de sentimientos cuando se sabe de los sufrimientos y las razones de la guerra.

   
 

Fotos: Fernando N. Winfield R.

 

          El domingo 8 de mayo se conmemoró el V-Day o Victory Day, el Día de la Victoria de los Aliados, emblematizado en aquel saludo de Winston Churchill cuando se dirigía a los periodistas o a las masas, un signo que progresivamente fue adquiriendo mayor certeza hacia los últimos meses de la Segunda Guerra Mundial. Para algunos es celebración, para otros, motivo de amnesia, y hay desde luego quienes no ven necesidad alguna de celebrar. Ni siquiera todos los líderes de la Unión Europea parecen alcanzar en estos días un acuerdo, y la interpretación de ciertos acontecimientos y ciertos hechos se abre continuamente como un armario donde los archivos del desastre han sido guardados celosamente, escrupulosamente clasifiados, para salir cuando sea necesario.

          Las perspectivas, desde luego, cambian y se modifican con el tiempo. Las opiniones no son imágenes fijas. Ni siquiera lo que pensamos, o lo que otros han pensado o pensarán de las imágenes de la historia, permanecen como instantáneas. Cada vez que regresamos a ellas o cada vez que nuevos hallazgos se suman a lo conocido, se tiene la sensación de ir completando un enorme rompecabezas donde a pesar de que muchas piezas pequeñas siguen perdidas, se nos presenta cierta forma con determinados patrones estructurales. Ciertas preguntas regresan, como las olas que traen las mareas del pretérito.

          Esta especie de carta-relato puede iniciarse en cualquier punto de la cartografía de la memoria reciente, esa que sirve para localizar otras memorias propias y ajenas. Así es que, confiado al flujo de la libre asociación de ideas, empiezo a recordar una tarde soleada y especialmente tranquila en aquel viaje que, aunque cercano, ahora me parece casi una memoria que sólo se sostiene con esfuerzo.

          Fue en marzo, unos días después de la llegada de la primavera. Mara y yo viajábamos en tren desde Praga hacia Berlín. Era un tren confortable. En la cabina de seis plazas viajaban con nosotros dos muchachas alemanas robustas y atléticas y un muchacho alemán de trenzas, alto y pacifista. Sus cuerpos estaban como doblados incómodamente en los espacios mínimos de un transporte que, a pesar de su reciente fabricación, parecía hecho para una talla de otro tiempo. Una de las chicas se solazaba en la contemplación de una pareja de hámsters enjaulados en un cómodo alojamien- to plástico de interés social, donde se les había tendido una cama ecológica de heno; la jaula ocupaba uno de los asientos junto a la ventanilla y, sorprendidos de la tolerancia del contexto alemán, mi pareja y yo contemplábamos la escena.

          En el trayecto el tren paró en la estación de Dresde. La memoria de lo sucedido en esta ciudad durante la Segunda Guerra Mundial me hizo guardar silencio. La presencia de un número significativo de edificios modernos podía leerse también como la otra cara de la moneda de la historia y el recuento silencioso, como en un negat ivo fotográfico, de lo que allí había acontecido. Recordé que días antes, en Inglaterra, había leído en los periódicos sobre la negativa de la población alemana, en particular de esta ciudad, a celebrar el fin de la guerra. Me dije que evidentemente no había nada que celebrar, nada de qué sentirse orgulloso. Ese es el sentimiento del saldo de una guerra que ha sido dolorosa para todo el mundo y especialmente para las generaciones que fueron segadas como resultado de la locura de sus dirigentes.

 
 
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