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Esa división forzada en la ciudad desde la segunda
mitad del siglo XX movía a pensar que el Este y el Oeste
se encontraban en un umbral de doble vista: por un
lado la Puerta de Brandenburgo, límite más o menos
impreciso –junto con la Pariser Platz–, de la centralidad de Berlín, tironeada en uno de sus extremos por la
Alexander Platz, salpicada de edificios macizos como
bloques gigantescos de concreto como muestra de los
ademanes que pretendían mostrar la fortaleza de la
cortina de hierro; y, por el otro, un conjunto desaforado de inversiones, desde 1989, en edificios contemporáneos en torno a la Potsdamer Platz. En uno de los
extremos de esta cuerda que se extendía a lo largo del
tejido urbano reconstruido en varias de las etapas de
la modernidad arquitectónica puede situarse algún resabio de la escultórica que mira hacia la extinta Unión
Soviética, en tanto que en el otro, el núcleo del capitalismo global establece su sede en una de las corporaciones mediáticas más importantes del mundo con la
arquitectura escenográfica del Sony Center.
Hay, desde luego, portentos de la forma constructiva y el diseño del espacio: edificios como el Parlamento, que ha sido revitalizado con la implosión de
una arquitectura de alta tecnología capaz de dotar de
una metáfora constructiva básica a la transparencia
como idea de gobierno, donde los espectadores y visitantes siguen desde lo alto las sesiones de los parlamentarios.
O los conjuntos a lo largo del río Spree para dar
cabida a los edificios de la administración central de
la nueva capital unificada. También la suma de embajadas donde cada país ha tratado de convocar a sus
mejores arquitectos para dar una muestra internacional de la modernidad tardía, la posmodernidad, el
deconstructivismo o un regionalismo de alta especificación.
A nuestro regreso a Oxford surgió ese deseo que
se vuelve una especie de necesidad intelectual por entender. Tratar de entender mejor algo que no quedó
del todo claro. En la biblioteca de la universidad encontré una película en formato DVD que resultó bastante iluminadora. Se trata de Wings of Desire de Wim
Wenders, realizada en 1987, anticipando los acontecimientos que unos meses después habrían de desencadenar la caída del muro de Berlín.
Esta película fue como una catarsis en el sentido
de algunas obras clásicas griegas: o sea, una justa retribución y equilibrio, a la manera de una solución a
las pugnas de tantas percepciones y sentimientos encontrados. En ella, la historia se revisa desde un conjunto de nociones que apuntan a la posibilidad de la
eternidad, esa cotidianeidad que acaba por pesar incluso a los ángeles. La actuación de Bruno Ganz es sobresaliente. Las líneas en que se nos confían las ideas
de los ángeles que habitan la memoria de los lugares
de Berlín y de las almas que le dan sentido a la ciudad, se nutren de la filosofía, de la poesía, de nuestras
nociones de Dios más allá de la batalla entre el bien
y el mal. Los ángeles transitan de una plaza a otra,
de un espacio público a la intimidad de los espacios
privados.
El retorno a otro de los episodios en el relato del
fin de la guerra llegaría unos días después. Un día entre semana Mara y yo fuimos al cine. Exhibían Downfall [Der Untergang], una película dirigida por Oliver
Hirschbiegel, filmada en Alemania en el 2004. Se trata de la historia de los últ imos días en la vida de Hit ler,
cuando se recluye con sus colaboradores más cercanos
en un búnker cercano a la Cancillería en Berlín, en la
recreación que se hace desde la mirada de la joven
Traudl Junge, su secretaria particular. En esta película Hitler es interpretado por un convincente Bruno
Ganz que, a estas alturas del partido, tiene una asombrosa semejanza con el “maestro”. Dentro del horror
y el fanatismo que impregna los actos que, como en
una tragedia clásica, precipitan a los personajes al cataclismo, destaca el contrapunto de la inocencia de los
niños y niñas, cuya ansia de vivir anima el futuro, más
que las atrocidades, el sufrimiento o el enfrentamiento con la guerra, en la que son partícipes valerosos a
pesar de ser también los más vulnerables. En este mismo tenor de memorias, cayó en mis manos un librito que forma parte de una colección de 70 títulos que la
editorial Penguin Books ha lanzado en 2005 para conmemorar sus 70 años de vida, en un formato cómodo
y muy ágil de leer, donde se editan extractos de obras
que han tenido mucho éxito. El título en cuestión es
Death in the Bunker (2005, publicado originalmente en
2000 como Hitler 1936-1945: Nemesis) de Ian Kershaw.
Son 58 páginas sobrecogedoras que trazan palmo a
palmo la caída del nazismo y su figura estelar.
Haber estado en Berlín, en el búnker del museo
The Berlin Story, haber caminado por los espacios cercanos a la Puerta de Brandenburgo [Brandenburger Tor],
la Plaza París [Pariser Platz], la Cancillería [Reichstag] y
el eje urbano que corre desde el oeste pasando por un
parque enorme [Tiergarten], la glorieta de la columna
del Ángel [Grofler] hasta la zona central que desemboca en el este, donde habría de erigirse el muro ideológico [Checkpoint Charlie] y donde finalmente expiraría
de tristeza el socialismo en la, paradójicamente, más
activa plaza de Europa todavía antes de la Segunda
Guerra [Alexanderplatz], hacen que un mapa de la ciudad se instale en trazos fuertes y concretos. En esta
geografía de tiempo y memoria, los espacios ocupan
el sitio de los nombres. Historia, narrativa y ficción se
entremezclan en un relato múltiple y diverso.
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