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Nuestro desembarco en Berlín, en una estación
cercana al Zoológico [Bahnhof Zoo], pareció borrar
temporalmente ese imaginario de la guerra y del nazismo con el que se asocia el pasado de Alemania. Lo
que aparecía ante nuestros ojos era un mundo donde
lo urbano adoptaba la imagen de la globalización más
salvaje; no en balde la asociación con el zoológico y
una rola del grupo U2 que en los inicios de los años
noventa celebraba con acidez la unificación europea
bajo el título de Zooropa. La técnica, la aplicación del
diseño, de los modelos económicos, el cambio social,
hacían pensar a simple vista que las catástrofes de la
historia y los antagonismos eran reliquias inútiles. Por
las calles de la zona se escuchaban distintos idiomas.
Mientras tratábamos de orientarnos con un mapa
para ubicar nuestro alojamiento, recordé en la tarde
soleada de ese momento uno de los filmes del alemán
Wim Wenders: Faraway… so close!, contribución sobresaliente al imaginario de una ciudad y su condición
contemporánea, donde un reparto internacional y la
aparición de fragmentos en distintas lenguas hacen
énfasis en la voluntad de una nueva integración a través del diálogo. Entre los edificios altos y modernos,
las calles de primer mundo y las multitudes, mi mente
deambulaba a la caza de algunos de esos seres más
humanos que los humanos de la Tierra, esos ángeles
hermosos e imperfectos que, en la narrativa cinematográfica de Wenders, nos cuidan y se conmueven de
nuestras alegrías y pérdidas…
En un crucero, un señor de unos sesenta años, alto
y bien vestido, al advertir que llevábamos a la mano una
guía en inglés, nos preguntó si podía ayudarnos y amablemente se ofreció a orientarnos, dirigiéndonos a las
coordenadas que buscábamos. Después le comenté a mi
acompañante que probablemente ese era uno de nuestros ángeles designados para protegernos en Berlín.
Berlín. La ciudad comenzaba a revelarse poco a
poco de un modo perturbador.
La reseña de esos días se desarrolló en amplios
recorridos a pie y en traslados a través del mundo
subterráneo de las estaciones del metro, donde una
realidad paralela nos ubicaba en minutos en distintos
trechos de la historia de la ciudad.
Los lugares visitados, las calles y avenidas nos
remiten constantemente a ese significado dual de la
ruptura y la integración en la arquitectura y el urbanismo como afanes de la técnica al servicio de la sociedad, que pretenden unir o segregar… Los muros
que alguien había proyectado algún día como una línea abstracta de determinado espesor eran realidades
concretas, símbolos cotidianos, construcciones con el
potencial de la paradoja y la contradicción.
No era difícil imaginar la ciudad en ruinas que
había sido reconstruida para después ser dividida, en
un esfuerzo de voluntad y silencio. Los edificios podían ser también como libros abiertos a un mensaje,
en ocasiones excesivo y propagandístico, sobre los méritos de una ideología (el socialismo del Este) o las
conveniencias del materialismo de consumo masivo
(el capitalismo del Oeste). Las tensiones resultantes
eran evidentes. Habían pasado algunos años desde
la caída del Muro y de los sistemas en tránsito por la
historia reciente, pero aquello no era suficiente para
declarar a Berlín una realidad unitaria, tal como se
sugiere en los esquemas de la utopía social.
La forma de la ciudad revelaba bordes y contornos duros, zonas blandas, microcosmos de sentido al
alcance de la circunstancia, lo mismo que barrios innovadores, esfuerzos a favor de un pacifismo contemporáneo y demoledoramente grande en su vocación
hacia la democracia. Los edificios nos hablaban de
todo eso.
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