Lorena y Genaro en los tiempos y los avatares de una
guerra donde la crueldad de ambos bandos crece exponencialmente conforme avanza, los rivales políticos
Barbachano y Méndez se unen para enfrentar al enemigo común, los indios, y éstos, ya “avisados” por sus
dioses de que el tiempo de revancha en la tierra y de la
inversión de los roles humanos en el mundo ha llegado, rechazarán todo intento de negociación propuesta
por el dueto de políticos peninsulares y extenderán la
guerra de manera intermitente hasta el arranque del
siglo XX. Será este un periplo sangriento durante el
cual muchos de los insurrectos presos habrán de ser
vendidos como esclavos en Cuba y 1000 soldados estadunidenses, veteranos de la guerra contra España,
arribarán para apoyar al gobierno yucateco.
El paso a paso de la guerra irá haciendo que los
personajes se transformen y saquen a flote sentimientos que sólo las situaciones límite generan en los seres humanos, donde la dicotomía maniquea y moralina entre buenos y malos se viene abajo porque la
vida misma no se presenta en estancos, sino se deja venir de bulto y ante ella hay que dar respuestas inmediatistas y oportunistas, en el mejor sentido de la
expresión, para sobrevivir en ese tiempo plagado de
trampas devenidas estrategia articuladora del actuar
frente al enemigo. Ejemplo de ellas son las que planea
el gobierno a través de una serie de cartas falsas que
sirven de pretexto para el asesinato de Gregorio May y
Antonio Ay, caciques mayas cuyas pertenencias serán
el motivo y botín de sus asesinos; o la irracionalidad
criminal de los indios, producto de las humillaciones
seculares, que aflora en la toma de Tihosuco con el
aniquilamiento de la población: “El pueblo quedó
en ruinas. La tienda, la casa de los ricos. No se salvaron ni los que se metieron en la iglesia. Había mucho
rencor” (p. 309), informa un personaje secundario a
Genaro Montore/Ulises en su regreso a Ítaca acompañando y protegiendo a Rosalía y Monserrat. Porque
el tiempo está teñido de eso, de rencor acumulado explotando desde abajo y provocando lo que la señorita
Bell, quien con justeza se siente en Hopelchén una
extraña entre extraños, sintetiza en su diario el 28 de
diciembre del año 47: “Tengo miedo de lo que pueda
ocurrir. Nos encontramos tan lejos de todo” (p. 109),
sin darse cuenta de que esa intención futura del verbo “poder” ya se hizo vieja y lo que está ocurriendo es
no sólo el caldo de cultivo para las pasiones mortales,
sino también, como en todo momento de crisis, para
el surgimiento del amor y sus circunstancias. A veces
es un amor puramente vital y ungido por el destino
histórico entre ella y José María, y otras, aderezado
con la pasión que lleva al triángulo funesto entre
Cecilio Chi/María/Anastacio. Las crisis son terreno
también para que surjan acciones de entrega semejantes a la de Marcelino Romero, carpintero dedicado a construirse un bello ataúd para su entierro, y las
del doctor Fitzpatrick, personaje de origen irlandés
(¿un guiño a Joyce?) e irrecusablemente conradiano,
que atraviesa invicto desde su alcoholismo (¿Lowry/
El Cónsul como modelo?) el tráfago de la guerra con
una sabiduría que se empalma con la terrenal del
cura Manuel Antonio Turrisa. En éste, sin embargo,
la superstición católica jamás lo lleva a pelearse con
el más acá de la realidad, casi igual a como lo hace,
con sus placeres privados, sus virtudes públicas y su
actuar como político confesor de Celestino Onésimo
Arrigunaga, obispo de Yucatán, Cozumel y Tabasco
(¿La Celestina y Onésimo Cepeda, el de Ecatepec, en
cópula literaria?).
Constreñido en ocasiones por los hechos históricos como escenario obligado donde los personajes
“de verdad” interactúan con los de ficción, el autor
logra momentos francamente buenos como los contenidos entre las páginas 197 y 202 (siendo la cúspide
el ritmo y la contundencia de las escenas en que narra la atención médica de Fitzpatrick a Marcelo), hijo
del cacique maya Jacinto Pat, herido gravemente por
una bala en la espalda. Otros ejemplos de momentos
logrados son los apuntes del diario de la señorita Bell
que van desgranando datos del ambiente, conformando el contexto de la guerra y aliviando un poco al texto de una carga informativa antropológica e histórica
que lo tensiona permanentemente; o los monólogos
interiores y diálogos domésticos del obispo Arrigunaga donde la memoria revitaliza el teatro del placer
del cura. Pero hay también viñetas nada afortunadas, o malas a secas, carentes de lógica y sentido común, como las descritas entre las páginas
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