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transitará, de norte a sur y de sur a norte, y
saldrá invicto, Eulogio Pérez, cuya simiente generará
una progenie que llegará al siglo XXI mientras él, continuará asentado en algún lugar de esa región peninsular binacional unida y horadada por el Río Hondo,
donde ser de aquel lado o de éste es cuestión banal
que ningún Pérez se cuestionó, se ha cuestionado ni,
creemos, se cuestionará jamás.
Autobiográfica decíamos de Nómadas del sur, impronta que acompaña casi siempre a toda primera
obra que se plantea el largo aliento narrativo y corre
con ello el riesgo de excederse, y por ser inaugural en
el oficio literario saltan también a la palestra los andamios precedentes en la escritura del autor: su anclaje
en la academia. Esto se nota, el escribir mucho y las visiones académicas, en, por ejemplo, los capítulos VI (el
viaje), VII y VIII (las bodas de Tránsito con Fernanda
y de Eulogio con Isabel), que pudieran haberse compactado y no afectar el corpus general, independientemente de que es precisamente en el seguimiento de
las fiestas donde el académico zancadillea al novelista,
para que éste termine haciendo etnografía muy bien
escrita en los citados capítulos VII y VIII, lo que no impide reconocer la redondez del VII. Asimismo, como
toda obra que se alarga (por las razones o necesidades
que se quieran), la novela sube y baja en la concreción y riqueza de cada una de sus partes, cae y se levanta
(quizás porque Arístides es, intuyo, al igual que lo es
Lara Zavala, un cuentista solvente), y vemos cómo después del capítulo VII, que es redondito, pasamos a un
flojo VIII que se cae; más adelante el XIX es endeble,
pero el siguiente levanta y termina en un muy bien
logrado XXI para mantenerse así, fluyendo cadenciosamente, con el ritmo justo, hasta el final que es el
XXV, lo que deviene en un gran logro del narrador por
doquiera que se le vea.
Es la novela como género una concatenación de
frases, articuladas por un conjunto de anécdotas vitales que transcurren como afluentes de un gran río
que las acrisola y las consolida para bien de la historia central con la que el(la) narrador(a) intenta sorprender a quienes lean la obra. Y Arístides muestra en
tal sentido, en el de las frases, las descripciones y las
metáforas, los claroscuros de todos los que escriben/
escribimos: buenas y malas, presuntuosas y afortunadas. Vemos así lo poco afortunado del “se entretuvo
mirando [...] a dos pájaros que volvían a enamorarse
como cada tarde, y buscaban ya el nido para entrar en
él” (p. 18); o el “Tampoco necesitaron darse luz para
empezar a aprender a penetrar los senderos de sus
cuerpos ni les costó trabajo acostumbrarse a dormir
acompañados” (p. 43); o el “las manos de los esposos
no bastaron para moldear el momento en que, entre
jadeos y lamidas, tallaron con el celo de sus cuerpos
fugas de golondrinas en húmedos recodos“ (p. 95); o
lo presuntuoso del “ella se refugió en las imágenes de
Adelfa desnuda sobre él en plena euforia coronando
el disfrute entre Príapo y Lotis” (p. 149); o “Esa noche traspasó la sombra de Oralia entre la humedad
del súcubo y las venas erectas del infierno, y subió a
la cima en una escalada lenta y salivosa con terraplenes que goteaban gemidos y desenmascaraban los
odres escrotales” (p. 263). Pero veamos también las
afortunadas, contundentes y de? nitorias, como éstas:
“Varias noches se le vio ebrio bajo la lluvia sin sentir
que el tiempo y el clima se le venían encima. Parecía
un sereno sin hachón ni alcuza buscando un faro” (p.
163); “El otro no entendía, sólo observaba la tristeza
en su mirada ebria y su penosa condición para sentarse de nuevo, servirse otra copa y permanecer en silencio mirando la superficie pulida del escritorio mientras el cigarro se consumía entre su dedos arrojando
gruesos cisnes azules que llagaban los reflejos dorados
del quinqué de cola” (p. 171); “Tránsito permaneció
dos meses en la cárcel y ésa fue la única manera de
abandonar el alcohol” (p. 175). Redondas, pues, sin
olvidar la cimera narración de la llegada de las putas a Payo Obispo, procedentes de Xcalak a bordo del
“Phoenix”, que transcurre entre las páginas 192 y 194;
redondas también y envidiables las escenas de fornicaciones, donde la capacidad narrativa y la imaginación
de Raúl Arístides se manifiestan literalmente de cuerpo entero. Por tal motivo Nómadas del sur inicia con
una imagen donde el sexo como placer/procreación
(lo cultural biológico) se hace presente, enmarcado
por el propio sexo: “Eulogio Pérez nació de un último
coito prolongado ocurrido al pie de un zapote mayor
una tarde plagada de luciérnagas que buscaban afanosamente, entre los reductos de una alta gruta, el sitio más oscuro para aparearse con la libertad que el
viento les otorgaba...” (p. 15), para capturar al lector
y que no suelte esta obra que es un buen primer paso
de un autor con muchos aciertos y no pocos hallazgos,
como ya se expuso y se reafirma aquí, casi al final de
estas líneas.
Península, península y Nómadas del sur
Son dos novelas que vuelven relevantes un tiempo y
un espacio excéntricos y poco atendidos en nuestras
letras contemporáneas por el simple hecho de ser lejanos al interés del centro (hasta donde sabemos existen
sólo dos novelas recientes donde la Guerra de Castas
aparece como mediación temática: Ascensión Tun, de
Silvia Molina, editada en 1981 por Martín Casillas; y
Cecilio Chi’, de Javier Gómez Navarrete, editada por el
Instituto Quintanarroense de Cultura en 2003).
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Pero
en el caso de Raúl Arístides no sólo eso, sino también
una cuestión poco atendida en el sur de México, que
es la transfronteriza cultura compartida por beliceños
y quintanarroenses, y en específico por los chetumaleños, como una temática hasta hoy prácticamente inédita en la más reciente literatura mexicana. Vayan
y valgan por ello, y por lo que ya se dijo, una sincera
bienvenida a ambas obras, y queden sus autores ante
ustedes para lo que se les ofrezca y ellos puedan darles
más adelante.
Chetumal, Quintana Roo,
a 30 de septiembre de 2008
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Valga decir que en el siglo XIX se publicaron obras referentes
al tema como las novelas Los misterios de Chan Santa Cruz: historia
verdadera con episodios de novela, de Pantaleón Barrer (1864); Cecilio
Chi, de Severo del Castillo (1869); y Nati Pat. Los indios bárbaros de
Yucatán, de Ernesto Morton; así como los relatos escritos por Manuel González (La venganza de una injuria, 1861) y Bernardo Ponce
(Los héroes de Tihosuco, 1900).
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