La culturalización de las políticas de identidad
La corriente postestructuralista retoma la noción de
los “nuevos movimientos sociales” haciendo especial
hincapié en su faz identitaria. La identidad se vuelve
una preocupación constante de los movimientos. Lejos
de ser simple expresión de los intereses comunes de
un grupo, la identidad se convierte en “política identitaria”,
en negociación de múltiples identidades frente
a diversos contrincantes sociales. A lo largo del subsiguiente
proceso tanto conceptual como político-social-
educativo, los “sujetos sociales” son des-centrados
y des-esencializados. Por ello, para que un determinado
movimiento multiculturalista se afiance y sobreviva
los vaivenes de sus manifestaciones espontáneas y
puntuales, tendrá que inventar, generar nuevos sujetos
sociales que, a su vez, necesitarán engendrar prácticas
culturales específicas del grupo o movimiento en
cuestión.
Con ello, los heterogéneos movimientos que desde
los años sesenta comienzan a articular los intereses
específicos de las minorías subalternas de las sociedades
contemporáneas pronto adquieren un matiz
eminentemente cultural —se “culturalizan”. Varios
estudiosos de los nuevos movimientos contestatarios
tanto norteamericanos como europeos y latinoamericanos
afirman la necesidad de indagar en la relación
entre un determinado movimiento social y las
prácticas culturales de sus miembros. Sobre todo en
contextos de marginación socioeconómica y política,
la cultura se puede convertir en pilar básico de una
acción colectiva. Recreando prácticas culturales locales
y adaptándolas a nuevas situaciones extralocales,
el movimiento es “re-significado”, genera su propia
identidad y puede convertirse con ello en una nueva “comunidad” para sus miembros.
El parteaguas postmoderno
Precisamente por las consecuencias políticas que tendría
una relativización anti-esencialista de las identidades
hasta entonces binarias y antagónicas de los
movimientos sociales en su capacidad de movilización,
el encuentro con el postestructuralismo/postmodernismo
será un parteaguas para el conjunto de
este tipo de movimientos. Existen obvias “afinidades
electivas” entre el multiculturalismo y la corriente
postmoderna. Cuando desde los años ochenta el desafío
postestructuralista paulatinamente comienza
a institucionalizarse en el ambiente académico, primero
francés y luego anglosajón, como “pensamiento
postmoderno”, el punto de partida será la crítica del
proyecto moderno de la Ilustración, entendido ahora
como un intento hegemónico de subyugar, uniformizar
y —en última instancia— silenciar una multiplicidad
de culturas, identidades y narraciones bajo la
canonización del racionalismo cartesiano y del criticismo
kantiano.
El consecuente énfasis postmoderno en la pluralidad
de identidades, géneros y culturas, le confiere
legitimidad a la reivindicación multiculturalista del
reconocimiento tanto de identidades históricamente
marginadas y silenciadas como de nueves identidades
emergentes. Las “identidades proyecto” (Castells) de
dichos movimientos no son el punto de partida, sino
el objetivo y resultado de la movilización. Esto implica
que para consolidarse como movimiento social e
impactar en el conjunto de la sociedad, el multiculturalismo
requerirá de una fase de construcción y es tabilización de las identidades de los nuevos actores
sociales cuyo surgimiento y consolidación alberga.
Estas identidades permanentemente “recicladas”,
sin embargo, a menudo no generan discrecionalidad
identitaria: el movimiento social corre el riesgo
de diluirse a través de la paulatina individualización
de “estilos de vida”. Por ello, los movimientos multiculturalistas,
como los demás “nuevos” movimientos
sociales, refuncionalizan la cultura como un recurso
emancipatorio (Habermas).
Mientras que el constructivismo filosófico profundiza
en la noción híbrida, policontextual, escenificada
y por tanto construida de las identidades sociales, el
discurso dominante de los movimientos multiculturalistas
rompe con la de-construcción filosófica y retorna
a sus inicios como disidencia ética y política.
Para el autoanálisis de los propios movimientos afroamericanos,
indígenas, feministas, gay-lesbianos etc.,
se postula la necesidad de partir de antagonismos
realmente existentes en el seno de la sociedad y de la
relación que mantienen los diversos actores sociales
con el Estado. Sobre todo en contextos de desigualdad
socioeconómica, incluso la actividad meramente “cultural”, no política, desplegada por un determinado
actor social, se inserta en procesos hegemónicos,
de lucha por la distribución y apropiación de poderes
entre grupos dominantes y subordinados.
Superando el maniqueísmo originalmente implícito
en la noción de hegemonía (Gramsci), en su
reformulación “multicultural” es posible aplicarla a
todo tipo de prácticas culturales que constituyen sistemas
de sentidos y valores generados en contextos
de dominación y subordinación y que por tanto han
internalizado dichas desigualdades. Lo distintivo de
esta noción de hegemonía es su “doble cara” —paradójicamente,
lo hegemónico es tanto un proceso
como el resultado de dicho proceso. Sin embargo, los
generadores y portadores de las prácticas culturales
que conforman un determinado movimiento no son
simples víctimas de imposiciones hegemónicas, sino
que son, a la vez, artífices creativos de estas prácticas.
La elaboración de una identidad propia en un
proceso de recreación de prácticas culturales y de
apropiación de espacios de autonomía, característica
fundamental de los nuevos movimientos sociales de
cuño multiculturalista, también es, por consiguiente,
una “construcción hegemónica” (Laclau & Mouffe),
que bajo determinadas circunstancias puede convertirse
en resorte de una estrategia “contrahegemónica”
frente a los poderes dominantes. Como “fuentes de
sentido”, las identidades construidas a lo largo de una
movilización social y proyectadas hacia el futuro pueden
confluir con identidades residuales, producto de
resistencias generadas por “comunidades” contrahegemónicas
(Castells).
|