A continuación,
conforme iba disminuyendo la dinámica del relato
corto en Europa a resultas del predominio de las complejas “máquinas novelescas” —según la designación
de Emir Rodríguez Monegal— de Kafka, Proust,
Joyce, Musil y Thomas Mann, surgidas en el primer
tercio del siglo pasado, le correspondió a Hispanoamérica
tomar desde entonces el relevo de las grandes
innovaciones narratológicas en las figuras tutelares de
Horacio Quiroga, Jorge Luis Borges, Felisberto Hernández,
Julio Cortázar, Juan Rulfo, Juan José Arreola,
Onelio Jorge Cardoso, Gabriel García Márquez, Julio
Ramón Ribeyro, y tantos más que integran la dilatada
lista de cuentistas de primerísimo nivel situados en
las diversas latitudes de América.
En el continente los creadores se anticiparon a las
reflexiones de los teóricos, críticos y académicos en
la formulación de poéticas encaminadas a describir
los elementos formales del género breve. Como en el
caso de los cuentistas decimonónicos que generaron
normativas sobre los procedimientos que intervienen
en la organización del relato, tomando de sustento la
práctica personal del oficio, los nuestros han hecho
otro tanto gestando los sólidos conceptos que en la actualidad
sostienen el cuento en tanto sistema literario
autónomo.
Fue Horacio Quiroga (1878-1937) uno de los
primeros en determinar las reglas para la buena consecución
de una pieza narrativa en su famoso “Decálogo
del perfecto cuentista”, publicado en El Hogar
en 1925. En esos diez preceptos, el autor uruguayo
siguió de cerca las sugerencias de Poe, a quien admiró
siempre. Tan es así que algunos relatos de corte
mórbido y siniestro muestran la impronta del escritor
norteamericano. Y en el papel de teórico, Quiroga no
cesó de reafirmar en los artículos que publicaba sobre
literatura, los postulados del maestro: brevedad, concentración,
cálculo y depuración de lo accesorio: “No
empieces a escribir —dice el quinto precepto— sin saber
desde la primera palabra adónde vas. En un cuento
bien logrado, las tres primeras líneas tienen casi la
misma importancia que las tres últimas”. Desde luego,
en el terreno de la escritura se apartó a menudo
de las teorías que recomendaba a los bisoños en estas
lides; prueba de ello es la irregular calidad de su obra.
Pero a pesar de las caídas que advertimos, Quiroga
consiguió transformar el cuento —“el más difícil de
los géneros”, en opinión suya— gracias a las virtudes
que desplegó en los relatos de ambiente selvático: “A
la deriva”, “El hombre muerto”, “Los mensú”, “El
desierto”, “Los desterrados”…, son piezas magistrales
de valor antológico donde está en pleno funcionamiento
el inconfundible arte quiroguiano quepodemos sintetizar en los siguientes términos: objetividad,
intensidad, concentración, sentido del tiempo,
sobriedad en la descripción de los personajes, descarte
de lo superfluo y profundidad.
Hasta antes de Quiroga el cuento permanecía
atrapado en las redes del regionalismo y sujeto a las
rudimentarias técnicas realistas, con excepción de
aquellos textos del modernismo —pienso en Azul…,
de Rubén Darío— que prolongaban en prosa la renovación
drástica del idioma iniciada en la poesía.
En la juventud, el uruguayo abrevó del movimiento
modernista, asimiló las enseñanzas de Poe, alucinó
con el decadentismo finisecular, leyó con fruición libros
científicos, y, años después, dueño de esos conocimientos
abigarrados a los que sumó la experiencia
definitiva en el mundo primitivo de la región de Misiones,
donde consumió la vida, pudo por fin escribir
los espléndidos cuentos con los que pasaría a la
posteridad como el primer cuentista moderno de la
literatura hispanoamericana.
Hacia 1932, Jorge Luis Borges (1899-1986) da a
conocer el polémico ensayo: “El arte narrativo y la
magia” en su libro Discusión. Ahí expone las consideraciones
que decidirán el futuro del escritor de literatura
fantástica que llegará a ser, demarcando la línea
que lo apartará de las corrientes realistas difundidas
en los años treinta y subsecuentes, cuando la narrativa
hispanoamericana permanecía anclada en el determinismo
telúrico y en el explícito compromiso social.
Borges, en cambio, enfila hacia rumbos opuestos que
habrían de malquistarlo con escritores, intelectuales
y lectores de izquierda que juzgaban a la literaturafantástica como un mero juego de ingenio, un pasatiempo
de salón, o peor todavía, un escape solapado
de la realidad.
Pasaría mucho tiempo y circularían demasiadas
páginas ayunas de cualidades artísticas, antes de que
los críticos de casa empezaran a justipreciar la dimensión
insospechada del ingenio borgiano, y a reconocer
el cambio radical de los parámetros habituales de la
ficción a partir de los cuatro primeros volúmenes de
relatos que fueron acogidos con asombro por un reducido
grupo de admiradores: Historia universal de la
infamia (1935), El jardín de senderos que se bifurcan (1940),
Ficciones (1944), y El Aleph (1949). Libros emblemáticos
que adelantan técnicas, temas y símbolos que han
asimilado escritores de generaciones posteriores. Recordemos
de paso los nombres de los mexicanos Enrique
Serna (“Hombre con minotauro en el pecho”,
“Borges y el ultraísmo”) y Mauricio Molina (“Plaza
Giordano Bruno”).
En “El arte narrativo y la magia”, Borges hace
una clara separación entre el realismo, que “finge o
dispone una concatenación de motivos que se proponen
no diferir de los del mundo real”, y la literatura
de imaginación, ajena a las leyes de la causalidad e indiferente a la exigencia referencial. Por eso la asocia a
los procedimientos de la “magia”, “donde profetizan
los pormenores, lúcido y limitado”. Para él la literatura
es un “artificio” y una gradación de efectos, dependiendo
de la habilidad del escritor para manejarlos
con eficacia. Desde esta posición de alegato a favor de
un orden superior, alterno a las limitaciones impuestas
por la lógica cotidiana, la verosimilitud literaria —discutida
con encarnizamiento en la época— depende
de la feliz combinación de los elementos internos que
participan en la elaboración de un texto y no de la
copia o simulación de lo real. Establecida la distinción
de fondo, Borges apuesta por la novela de aventuras,
el relato cinematográfico y el cuento fantástico en virtud
de que “un orden muy diverso los rige, lúcido y
atávico. La primitiva claridad de la magia”.
Los vislumbres borgianos subvertieron los cánones
literarios imperantes, abriendo caminos hacia una
nueva literatura que articulará en unidad indivisible
lenguaje, técnica e imaginación. En este sentido, sus
aportaciones al crecimiento del cuento son incalculables
e inagotables.
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