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Ilustraciones Aram Huerta |
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Dicen los manuales que el liberalismo es distinto
en países donde hay una religión dominante o única
y en los que no. En el primer caso pasan a ocupar los
primeros sitios de la agenda las libertades políticas y
de conciencia, mientras en el segundo privan las de
asociación, producción y comercio.
El liberalismo mexicano pertenece al primer tipo:
su motor fue la separación de la Iglesia y el Estado.
En eso fue radical y efi caz. La victoria indiscutible del
liberalismo en tierras mexicanas fue separar a la Iglesia
del Estado y establecer el laicismo como eje de la
vida pública. Lo demás ha sido una batalla ganada
o perdida a medias, según se vea, contra la fronda,
vieja y resistente, del mundo monárquico español, en
su doble legado de pactos y fueros feudales, propio
de los Habsburgo, y la modernización burocrática y
económica desde arriba, característica del despotismo
ilustrado y las reformas borbónicas. Ha sido una marea
cambiante. A lo largo de los dos siglos de vida de
la nación, el liberalismo avanza y retrocede, gana y
pierde, se activa y se repliega según las circunstancias,
en una dialéctica apasionante de litigio con las tradiciones
corporativas, antiliberales, del país.
En el siglo XIX, el liberalismo triunfa con Juárez
y las Leyes de Reforma, pero retrocede con la paz de
Porfi rio Díaz. Renace con la Revolución, a principios
del siglo XX, pero retrocede con la estabilización posrevolucionaria,
que construye el gran régimen protomonárquico
que conocemos como presidencialismo
mexicano.
El liberalismo vuelve a la carga en los noventa
del siglo XX bajo el doble ropaje del libre comercio
y la privatización de empresas públicas, e inaugura
el siglo XXI con un triunfo de la democracia, que
es también un triunfo de las libertades políticas, un
triunfo de los ciudadanos sobre el poder que controlaba
las elecciones. Después de la euforia democrática,
la liberalización del país parece replegarse
de nuevo, detiene su avance sobre los enclaves de
poder corporativo, públicos y privados, heredados
del régimen priísta, eso que hoy llamamos poderes
fácticos y que no son sino cadenas de privilegios y
fueros modernos, venidos, como las mercedes y las
gracias reales, de tratos y concesiones del Estado. El
país vive ahora, otra vez, una especie de empate entre
las fuerzas que frenan y las que impulsan su liberalización.
Es una nueva edición de la batalla sorda,
la batalla de nuestra historia, entre las costumbres y los intereses del México liberal y las costumbres y los
intereses del México corporativo. De un lado está el
México que ejerce y quiere ejercer las libertades individuales
básicas de tener, creer, comerciar, trabajar
y producir; de otro lado está el México que ejerce y
quiere ejercer diversas cadenas de fueros y privilegios
que impiden o constriñen las libertades de tener,
creer, comerciar, trabajar y competir. La frontera entre
ambos Méxicos es difusa, como nuestra cultura
política, mezclada de valores liberales con refl ejos
estatistas.
El mayor obstáculo para la liberalización de la
vida pública mexicana reside, quizás, en la cultura
política mayoritaria del país. En muchos sentidos los
mexicanos siguen mirando al Estado como el lugar
de donde pueden venir mercedes y concesiones; no
como el lugar de sus mandatarios legales, sino como
el asiento de sus mandones fi lantrópicos. La tradición
del paternalismo y del subsidio estatal ha dejado huella
profunda en los hábitos ciudadanos, inclinándolos,
en su relación con el gobierno, hacia una actitud peticionaria.
Ha sido una larga y efi caz pedagogía.
Durante décadas, el gobierno dio tierras, dio casas,
dio concesiones, dio fortunas. Acostumbró a su
sociedad a pedir, y a sus funcionarios a dar, medrando
los que quisieran, mientras daban. Se estableció así
una idea de lo público donde aparentemente nada
costaba. Las fi nanzas del gobierno parecían un bien
venido de ninguna parte, que nadie debía cuidar, del
que todos podían echar mano cuando les tocaba administrarlo,
o exigir su parte si estaban del otro lado
del mostrador. Una vez construida, la sociedad peticionaria
quiere recibir gratuitamente del gobierno
todos los bienes: educación, salud, vivienda, tierra,
seguridad, justicia, servicios. Su idea de la responsabilidad
gubernamental es el subsidio; su exigencia, es la
gratuidad. Quiere un gobierno que dé mucho y cueste
poco, una especie de bolsa mágica que se llena sola y
se vacíe al ritmo de las demandas de los ciudadanos.
La sociedad peticionaria no paga impuestos porque
no cree en la honradez de la autoridad: “se lo van a
robar todo”. Quiere, sin embargo, que la autoridad le
resuelva sus problemas. Su idea de lo público es una
calle de sentido único en donde sólo se tienen derechos,
no obligaciones; sólo demandas, no reciprocidades.
El pedagogo del ciudadano peticionario ha sido
el gobierno paternalista, que mira a su sociedad como
un reino de menores de edad a los que debe proteger,
tutelar, y, también, correspondientemente, puede engañar
o extorsionar. Es una vieja tradición colonial
presente por igual en las leyes de Indias y en el despotismo
ilustrado: la noción de un gobierno que tutela
pero no rinde cuentas, que no tiene ciudadanía sino
súbditos, porque no es el administrador de la cosa pública,
sino su dueño. Es una idea de raíces feudales,
anterior al espíritu de la democracia moderna, fundada
en la reciprocidad de los deberes y los derechos del
ciudadano individual.
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