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Aram Huerta |
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Aparte de la cultura política, no hay que mirar
muy lejos para identifi car las cosas que hay que liberalizar
en México. En primerísimo lugar hay que liberalizar
el Estado; un dilema central del liberalismo
es cómo contener al Estado frente a las libertades de
los ciudadanos y cómo fortalecerlo para que garantice
el piso común de derechos en que esas libertades descansan.
El Estado debe ser sufi cientemente fuerte para
obligar a todos a cumplir la ley y sufi cientemente débil
para no interferir con la libertad de nadie en ningún
otro ámbito, de modo que se quiere una contradicción:
un Estado fuerte pero débil. Las circunstancias
históricas agravaron este dilema en el caso del liberalismo
mexicano. La inestabilidad política y las revueltas
militares de los primeros años de la Independencia
subrayaron hasta la desesperación la necesidad de un
gobierno fuerte; la necesidad crónica de ese gobierno
fuerte acabó posponiendo la aspiración de que fuera
también liberal, es decir, contenido, puesto al servicio
de las libertades individuales, no de su propio poder
sobre la sociedad. En esto, el liberalismo mexicano dio frutos contrarios a su espíritu profundo. La causa
liberal del XIX terminó en el gobierno autoritario de
Porfi rio Díaz. La revuelta liberal del XX, que prendió
la mecha de la Revolución mexicana, terminó en la
saga de los presidentes abrumadores del PRI y del Estado
intervencionista de mayor tamaño que haya tenido
la nación: dueño de la luz, el petróleo, las playas,
el subsuelo, el espacio aéreo, la educación pública y el
sistema de salud.
Ni Díaz ni los gobiernos de la Revolución suprimieron
las libertades de creer, actuar o emprender,
pero tomaron una enorme tajada de las decisiones
sobre lo que podía hacerse al respecto. En la vida política,
tanto como en la económica y la social, el Estado
fue un actor enorme, incontrolado, con frecuencia
abusivo, incluso faccioso. Gobernó discrecionalmente,
aplicando la ley según las conveniencias y los intereses,
abriendo un gran espacio a la vieja cultura monárquica
de las concesiones y las mercedes, despojando a los
ciudadanos de la certidumbre sobre su igualdad ante
la ley, piedra de toque de las libertades. La infl uencia,
no la ley, fue nuestra regla. La sigue siendo.
Liberalizar el Estado quiere decir devolverle, si
la tuvo alguna vez, esa imparcialidad legal sin concesiones
que echamos tanto de menos en el comportamiento
de nuestras autoridades. Quiere decir
construir un Estado de derecho, no el espacio de negociación
discrecional de la ley, como sigue siendo en
tantos órdenes. Sólo de la certidumbre absoluta de la
igualdad ante la ley puede propagarse la libertad de
los ciudadanos en todos los ámbitos, esa libertad
restringida sólo por el mandato de la ley que a la vez
obliga y libera a todos, pues les impide hacer lo que
está expresamente prohibido, pero los deja libres en
todo lo demás. Si la aplicación de la ley está bajo continua
sospecha por su constante violación negociada o
inducida desde la autoridad, no hay piso fi rme donde
construir las demás libertades. Hay espacio sólo para
la libertad de quienes pueden otorgársela a costa de
otros, forzando o ignorando la ley.
Necesitamos un Estado extraordinariamente fuerte
en la aplicación de la ley y extraordinariamente débil
en su capacidad de interferir, constreñir o limitar
las libertades políticas, económicas o sociales de sus
ciudadanos. No es ése el Estado que tenemos, más
bien el opuesto. En consecuencia, la segunda liberalización
necesaria del Estado mexicano tiene que
ver con sus facultades de intervención en todos los órdenes. Los enormes poderes legales, políticos y económicos
del Estado dan al gobierno una capacidad
excesiva de constreñir o limitar las libertades de los
ciudadanos, empezando con su capacidad de fabricar
culpables por la infl uencia excesiva que puede tener
sobre los aparatos judiciales, y terminando con el dominio
que ejerce, improductivamente, sobre recursos
estratégicos de la nación, como la tierra, el subsuelo,
la electricidad o el petróleo. La constitución faculta al
Estado mexicano con la menos liberal de las facultades
que puedan imaginarse: la de imponer a la propiedad
la modalidad que dicte el interés público. El uso
y el abuso de esta facultad es el origen del gigantesco
enredo de la propiedad rural que padecen los campesinos
de México y de buena parte de los abusos que se
han cometido con la propiedad urbana. Es también el
factor único más generador de corrupción que haya
tenido la República: el expediente de expropiar para
hacer negocios a costa de los expropiados. Ésa ha sido
la historia del crecimiento de nuestras ciudades, una
historia gigantesca de patrimonialismo burocrático
que espera su historiador, pero no la única en que se
ha especializado el Estado mexicano.
Entre mayores son los bienes que puede otorgar o
arbitrar un Estado, mayores son las oportunidades de
corrupción y abuso de los administradores públicos.
Las excesivas facultades de intervención del Estado
mexicano son, por un lado, el espacio de la tentación patrimonialista, consistente en apropiarse privadamente,
en servicio del propio patrimonio, de bienes,
derechos y recursos públicos: llámense fondos del erario,
expropiaciones, concesiones o cualquier otra forma
pública de lucro que se otorga a cambio de tratos
y ventajas privadas. He vivido la mayor parte de mi
vida adulta oyendo que la administración de la riqueza
nacional por el Estado es garantía o instrumento
de justicia social. Creo poder decir, con fundamento,
luego de estos años, que la administración pública de
bienes de la nación no ha traído a ésta la justicia social
prometida. Por el contrario, no se han suspendido en
todos estos años, y sí en cambio han aumentado, las
historias desaforadas del patrimonialismo burocrático,
cuyo espíritu resume como ninguna otra la frase
canónica: “Político pobre, pobre político”.
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