Liberalizar al Estado es limitarlo; es reducir y
transparentar sus facultades de intervención; es someter
a estricto escrutinio público su desempeño económico.
Liberalizar al Estado quiere decir también
acotar las fi nanzas públicas, haciendo que los ciudadanos
paguen hasta el último peso que gasta el Estado,
de modo que éste tenga los recursos sufi cientes
para cumplir el mandato de sus ciudadanos y ni un
peso más. Un Estado fi nanciado sólo por sus ciudadanos
es la quintaesencia de un Estado liberal. El Estado
liberal no debería tener otro lugar donde pedir
recursos ni otro lugar donde rendir cuentas que en el
bolsillo de los ciudadanos, cuyo dinero gasta; ése es el
origen estricto de la capacidad ciudadana de controlar
al gobierno.
El dominio del Estado sobre fuentes de ingreso
distintas a los impuestos, como el petróleo, ha corrompido
e invisibilizado en México esta relación
fundamental, constitutiva, de la ciudadanía: “te pago
impuestos para que me sirvas, no para que te sirvas
de mí; debes rendirme cuentas porque estás gastando
mi dinero, no el tuyo, y ningún dinero tienes sino el
que yo te doy”. Gobiernos que gastan mucho más de
lo que reciben de sus ciudadanos, gobiernos que se
endeudan a cuenta de la nación o dispendian recursos
que les llegan de otros dispendios, como el caso
de los excedentes petroleros de estos años, que nadie
controló y nadie controla, se separan del control de los
ciudadanos, adquiriendo una perniciosa autonomía
fi nanciera. La autonomía fi nanciera de los gobiernos
de México respecto de sus contribuyentes, su cabalgata
sin controles hacia distintos precipicios de gasto público,
ha sido el factor central de las crisis fi nancieras
de 1976, 1982 y 1995. El origen de esas crisis fue uno
solo: el descontrol de las fi nanzas públicas, la absoluta
falta de contención de las fi nanzas del gobierno por
sus contribuyentes. Esas decisiones sin control llegaron
a generar en la crisis de 82 un défi cit fi scal de 16
puntos del producto interno bruto. Hoy nos escandaliza
la perspectiva de un punto más o menos de défi cit
fi scal. Algo hemos ganado.
Controlar, contener, limitar al Estado es la obsesión del credo liberal. La democracia acota y contiene
a los gobiernos mediante la competencia, pero no
constituye en sí misma una garantía del ejercicio y la
protección de las libertades fundamentales. Esto sólo
puede garantizarse con un Estado que garantice la
igualdad ante la Ley y que esté sometido al control
y la rendición de cuentas por parte los ciudadanos.
Cuentas son muchas cosas, pero primero que nada
son cuentas: pesos y centavos.
Muy lejos está nuestra estructura institucional y
nuestra vida pública de la transparencia contenida
y responsable de un Estado liberal. ¿Qué decir de la
economía y las libertades de emprender y comerciar,
tan centrales al liberalismo? La herencia del México
corporativo está en todas partes, es un largo tejido
de intereses clientelares, prendidos de una manera u
otra a privilegios y prebendas que tienen su origen en
el Estado. El México democrático permite ver, cada
vez con mayor claridad, que la herencia antiliberal
de México está llena de poderes fácticos que concentran
derechos y obstruyen las libertades de otros. No
hay un solo negocio mayor de la economía mexicana
que no esté en manos de monopolios u oligopolios. El
dominio de la economía por unas cuantas empresas
que restringen o constriñen la libertad económica de
los demás es antiliberal. La economía mexicana debe
ser liberada de monopolios y oligopolios mediante la
más simple de las recetas del liberalismo: la libre competencia. Lo mismo ha de decirse de los monopolios
del Estado, cuya improductividad y corrupción nadie
controla realmente y hacen perder a su dueño, que
es el pueblo de México, más dinero de lo que cabe
imaginar.
Pemex no es en realidad una empresa petrolera de
los mexicanos, es la caja de recursos para un gobierno
federal que no cobra impuestos sufi cientes para subvenir
sus gastos. Sobreexplota entonces al monopolio petrolero
perpetuando año con año dos inefi ciencias: la
de no cobrar impuestos sufi cientes y la de dejar a Pemex
sin dinero sufi ciente para su propio desarrollo.
Pemex no es de los mexicanos, es de Hacienda. Qué
decir de los grandes sindicatos públicos, tierra iliberal
por excelencia. Son la negación de la libertad de
asociación y contratación y de las libertades sindicales
mínimas, entre ellas la de la democracia interna de los
sindicatos. Es un mundo aparte de reglas, opresiones
y prebendas. Es también un mundo conservador que
vive de espaldas a las reformas liberalizadoras que el
país requiere. Frente a cada una de las reformas fundamentales
que el país requiere, hay un gran sindicato
público oponiéndose, en defensa de sus privilegios: los
sindicatos magisteriales contra la reforma educativa;
los sindicatos de la salud contra la reforma de las pensiones;
los sindicatos de la energía contra la reforma
energética; los sindicatos en general contra la reforma
laboral.
Monopolios y oligopolios económicos, opacidad y
absolutismos laborales, son caras complementarias del
México antiliberal, el México de los poderes fácticos
que intervienen con fuerza innegable en el proceso de
la construcción liberal y democrática de México.
Termino:
Me pregunto qué diría José María Luis Mora si
despertara hoy de su muerte y lo invitara la Universidad
Veracruzana a dar su veredicto sobre el estado
del liberalismo mexicano. Creo que lo sorprenderían
agradablemente el tamaño y la pujanza de la nación.
Creo que celebraría largamente la fuerza alcanzada
por esa asamblea dispar llamada México que pudo
evitar en este siglo y medio lo que en 1850, a la hora
de la muerte de Mora, parecía inevitable: la desintegración
de la nación mexicana. Creo que iría a ver
con ánimo incrédulo y deslumbrado las miles de pequeñas
empresas independientes que generan riqueza
en un entorno de industriosidad y productividad.
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