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II
Vayamos ahora al principio del libro, a ese lacónico
“Al lector” que, como decía Borges, no es el texto
menos admirable de los Ensayos. No conozco otra advertencia, proemio o prólogo más contundente que
estas breves líneas. Todo o casi todo en ellas obedece
a pautas retóricas (pocas cosas, dicho sea de paso, se
interponen tanto entre nosotros y la comprensión de
las letras del pasado como nuestra intachable ignorancia de la retórica), pero esto no le resta un ápice a la
originalidad de Montaigne, que precisamente se vale
de ellas para expresarla.
“He aquí un libro de buena fe, lector”. Nada más
simple, en apariencia: un libro sincero, bienintencionado, pero Montaigne, jurista, no utiliza casualmente
la expresión “buena fe” (bona fides) y busca establecer,
de entrada, una suerte de contrato entre el autor y el
lector en términos de antiguo derecho romano, como
ha estudiado escrupulosamente Michel Simonin. “Te
advierte, desde el principio, que no me he propuesto en él ningún fin que no sea doméstico y privado”.
La prosopopeya que inició en la primera frase –o sea,
la atribución a cosas inanimadas de propiedades humanas– continúa: es el libro el que advierte. Retórica, sí,
pero también el indicio de que el libro que el lector tiene
entre las manos no es un libro cualquiera, sino único, vivo,
como dirá más adelante en su ensayo “Del desmentir”:
No he hecho más a mi libro de lo que mi libro me ha hecho a mí, libro consustancial a su autor, de una ocupación propia, miembro de mi vida; no de una ocupación y fin tercero y extraño como todos los otros libros (XVIII, II).
La relación de interdependencia, de verdadera simbiosis entre Montaigne y su obra (como la que probablemente ningún otro escritor ha tenido con la suya)
está ya anunciada en esa frase en la que la realidad del
libro se mezcla con la realidad del yo del autor. Éste
asegura que lo ha escrito para el uso particular de sus
parientes y amigos con el fin de que, habiéndolo perdido, puedan reencontrar en sus páginas algo de su
persona. Viene entonces el pasaje decisivo:
Si hubiera sido para buscar el favor del mundo,
me hubiera vestido mejor y me presentaría de
una manera estudiada. Quiero que se me vea en
mi forma simple, natural y ordinaria, sin esfuerzo
ni artificio, porque yo soy lo que pinto.
Pintarse a sí mismo, al natural, como lo haría Rem-
brandt más tarde (¿qué son, a fin de cuentas, los Ensayos,
sino un minucioso y complejo autorretrato compuesto
por varias piezas?). He ahí todo el proyecto de Montaigne, del que se burlaría famosamente Pascal, su gran
lector y adversario (“¡El tonto proyecto que tiene de
pintarse!”, Pensamientos, 76). No fue Montaigne, desde
luego, el primero en intentar hacer algo parecido (pensemos, por ejemplo, en San Agustín, cuyas Confesiones,
por cierto, no consta que leyera), pero nadie hasta en-
tonces lo había planeado con tanta deliberación y había
hecho de ello la tarea de su vida. A partir de entonces,
su mayor interés consistirá en observarse a sí mismo,
en investigarse, en estudiar cada pliegue de su persona,
hasta la obsesión: “Todos miran hacia delante, yo miro
dentro de mí: no tengo otro asunto que yo, me considero sin cesar, me examino, me degusto” (XVII, II).
En ese intento, dice, sólo el respeto debido al público pondrá los límites, pues de otra forma se habría
pintado completamente desnudo (y, a pesar de ello,
este furioso no les ahorrará a sus lectores cómo defeca, cómo fornica o cómo expulsa por la vejiga los cálculos renales que padece). “Así, lector, yo mismo soy la
materia de mi libro: no hay razón para que emplees tu ocio en un tema tan frívolo y tan vano. Adiós, pues”.
Y firma en Montaigne, el primero de marzo de 1580,
un día después de su cumpleaños (el 28 de febrero de
1533), como si el nacimiento del libro fuera en cierta
forma el renacimiento del hombre que lo escribió, en
realidad su verdadero nacimiento, pues hasta ese punto, en su caso, se confunden hombre y obra.
La frase “yo mismo soy la materia de mi libro”
debe leerse con cuidado. Ya sabemos que el asunto de
su obra es él, que se pinta a sí mismo, pero la etimología, esa humilde ciencia, nos recuerda que materia
significaba también madera y liber, la corteza sobre
la que se escribía antiguamente. La frase adquiere así
un sentido metafórico casi físico. En la última línea
volvemos a encontrar el tópico de la falsa modestia. El
hombre Montaigne, por lo demás, ¿un tema frívolo y
vano? Claro, en la medida que todo el hombre lo es,
una de las primeras convicciones que encontramos en
los Ensayos: “Ciertamente el hombre es un sujeto maravillosamente vano, diverso y ondulante” (I, I), pero
el estudio de esa diversidad y esa permanente metamorfosis (“no pinto el ser; pinto el tránsito”, II, III) es
el menos trivial que el hombre pueda emprender y de
hecho el más necesario, el único que realmente importa. Nadie como Montaigne asumirá el mandato
del oráculo délfico.
El lector está prevenido. Pocos libros tan necesitados de una advertencia como los Ensayos en su época,
obra que inauguraba un género. Se abría, ante los lectores, una verdadera terra ignota.
III
A diferencia de otros clásicos (digamos Cervantes,
Shakespeare, por citar dos ilustres contemporáneos
suyos), Montaigne tiene respecto a su género una particularidad única. Cervantes no inventó la novela ni
Shakespeare el drama, Montaigne, en cambio, creó su
género (hasta el cansancio se repetirán los antecedentes, las Epístolas de Séneca y la Moralia de Plutarco, por
ejemplo, pero esas obras no eran ensayo propiamente hablando; éste no existía antes de que fuera inventado en
la soledad de una torre del Périgord) y ejerce sobre él un
dominio absoluto hasta la fecha. Muchos han ensayado
después de Montaigne, pero nadie puede igualársele. La
Montaña es, para el ensayo, el Alfa y el Omega.
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