IX
No hay mejor remedio para el aldeanismo y la intolerancia que un paseo por la Montaña. Pocas cosas
impacientaban a este hombre paciente como la estrechez mental, la incapacidad de concebir algo distinto a lo propio y conocido: “Me avergüenza ver a
mis compatriotas embriagados de este tonto humor,
de espantarse ante costumbres diferentes a las suyas:
les parece estar fuera de su elemento cuando están
fuera de su pueblo” (IX, III). A ellas opone el trato
con los demás y la frecuentación del mundo, pues
nada educa mejor a una inteligencia que proponerle
el espectáculo de la diversidad de caracteres, gustos y
costumbres.
X
Las humanidades –nos lo han repetido muchas veces– no humanizan, o no necesariamente. La vieja
fe humanista en el perfeccionamiento del hombre
a través de la cultura (“humanidades se llaman esas
disciplinas: hágannos, pues, humanos”, escribía Juan
Luis Vives en el siglo XVI, pleno de optimismo y confianza) es vista hoy como una conmovedora reliquia,
cuando no con desconfianza y rencor. Reconozcamos
con humildad el fracaso del gran sueño del humanismo, pero sería verdaderamente mezquino negar sus
logros. Hubo hombres a los que las humanidades,
el trato continuo con los autores antiguos, hicieron
mejores. Quizá nadie los representa mejor que Montaigne que, sin ser un humanista profesional, es uno
de los frutos más acabados de esa cultura. A la hora
del juicio final, cuando, sentado en el banquillo de los
acusados, el humanismo escuche pacientemente sus
culpas, bien podría contestar que todo eso es cierto,
pero que también está la Montaña.
XI
La muerte proyecta su sombra a lo largo de todos los
Ensayos. Al principio, sobre todo, Montaigne se muestra obsesionado con ella: la imagina, la examina, la
espera, ve sus signos por todas partes. Cuenta aquella
anécdota de su juventud cortesana según la cual, en
un convite, mientras los demás lo creían sufriendo de
amores viéndolo ensimismado, él meditaba en la suerte de aquel muchacho que al salir de una fiesta parecida, despreocupado y feliz, enfermó súbitamente
y murió. El estoicismo le servirá entonces de refugio,
como atestigua el “De cómo filosofar es aprender a
morir”:
Es incierto dónde nos espera la muerte: esperémosla por todas partes. La premeditación de la muerte
es la premeditación de la libertad. Quien aprende
a morir ha desaprendido a servir. Saber morir nos
libra de toda sujeción y coacción. No hay ningún
mal en la vida para aquel que ha comprendido que
la privación de la vida no es un mal (XX, I).
Hermosos lugares comunes de esa admirable doctrina que incluyen alguna cita literal de Séneca, pero
escritos más para convencerse que por estar ya convencido. La actitud de Montaigne frente la muerte
cambiará radicalmente hacia el final de los Ensayos.
Dejará de ser esa fijación constante y se burlará incluso de la pretensión filosófica de pensar en ella a cada
paso. Llegará a una nueva conclusión: “Perturbamos
la vida con el cuidado de la muerte y la muerte con
el cuidado de la vida” (XII, III). Exhortará entonces a
concentrarse en la vida, que, si la sabemos vivir, nos
enseñará también cómo afrontar la muerte, que es su
fin, no su finalidad. ¿Filosofar sigue siendo aprender a
morir? No, filosofar es aprender a vivir.
XII
La vida pertenece al género del ensayo: incierta, titubeante, dispersa, que se va haciendo en el camino,
sin metas claras. Nadie, que se sepa, es un profesional
del vivir: todos somos ensayistas. Ensayemos, pues, lo
mejor que podamos y de buena fe.
XIII
Parábola de la Montaña. Al llegar a la cima, el excursionista, fatigado, contempla con admiración un
ancho paisaje: ríos, lagos, valles, desfiladeros, pueblos,
etc. El paisaje no le resulta extraño. Advierte entonces
que no mira hacia fuera, sino hacia dentro.
XIV
¿Cuál seria, si hubiera que elegir una, la lección final de Montaigne, aquella que resumiera la sabiduría contenida en los Ensayos? Yo no dudaría en proponer
la lección de la alegría. Ésta comienza por rechazar
los encantos de la tristeza y la melancolía. Montaigne
procede, de entrada, a desenmascararlas. En “De la
tristeza”, escribe:
Soy de los más exentos de esta pasión y no la amo
ni la estimo, aunque al mundo le haya dado por
honrarla con un favor particular. Disfrazan de ella
a la sabiduría, la virtud y la conciencia: estúpido y
monstruoso ornamento (II, I).
Montaigne no poseía, como hemos recordado, un temperamento melancólico, pero lo conocía demasiado
bien como para ensalzarlo. Heredero de Sócrates, clásico hasta la médula de los huesos, Montaigne apostaba por una sobria alegría: “La marca más expresa de
la sabiduría es un gozo constante; su estado es como
el de las cosas por encima de la Luna: siempre sereno”
(XXVI, I). Abominaba, sobre todo, de la tendencia a
regodearse en la tristeza y de esos seres sombríos que,
pasando superficialmente por los placeres de la vida,
se deleitan en los males, a los que compara con mos-
cas o sanguijuelas. La verdadera virtud, ésa que es sólo
posible conquistar cuando se ha aprendido a estar en
sí mismo y a gozar el ser plenamente humano, no es
cosa adusta y severa, sino alegre y jovial; sin embargo,
tan lejos solemos estar de ella que insistimos en vestirla de rigor y formalidad. La conclusión de los Ensayos,
breviario del vivir, no podía ser otra: “Las vidas más
bellas, en mi opinión, son las que se ajustan al modelo
común y humano, con orden, pero sin milagros y sin
extravagancias” (XIII, III).
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