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El conocer algo es subdividirlo, cuantificarlo, y
recombinarlo; es preguntarse “cómo” y jamás enredarse en la complicada maraña del “por qué”.
Conocer algo es, sobre todo, distanciarse de ello,
como lo indicara Galileo; convertirlo en una abstracción. El poeta puede tornarse desmedidamente efusivo acerca de un haz rojo que cruza el
cielo a medida que el sol se va poniendo, pero el
científico no es engañado tan fácilmente: él sabe
que sus emociones no le pueden enseñar nada
substancial. El haz rojo es un número, y esa es la
esencia del asunto (p. 45).
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Leonardo Rodríguez: Transatlántico |
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Aquí encontramos oposiciones que dominan en la visión mecanicista y racional de nuestra cultura: la manera, la industria frente a los motivos, las intenciones; es
decir, por un lado preguntarse cómo respira un árbol
y por el otro por qué lo hace; el poeta frente al físico,
con lo que damos por sentado que un mismo individuo no puede o no debe participar de ambos impulsos, o al menos no tomárselo muy en serio; por un lado
distanciación y abstracción, lo que ofrece claridad y
certeza, y por el otro efusión y emoción o, lo que es lo
mismo, engaño, ilusión, conocimiento secundario.
Esta separación tiene como raíz la idea, quizás la
práctica, de estar hablando de dos tipos distintos de
conocimiento: uno con predominio de la razón y la
lógica, y otro el de la intuición, la emoción y el sentimiento. Es una situación que se acomoda bastante bien con la visión del cerebro bihemisférico muy difundida actualmente, pero tal dualidad no es para
nada algo nuevo. Podemos encontrar en la Atenas clásica a un conocido sofista platicando con un rapsoda
victorioso acerca de la importancia de ser conocedor
de un cierto oficio o materia y lo que es capaz de saber
alguien como un poeta, un coribante, una bacante;
Platón marca distancia entre la inspiración y la ciencia
y dice por boca de Sócrates en “Ión o de la Poesía”:
Semejantes a los coribantes, que no danzan sino
cuando están fuera de sí mismos, los poetas no están con la sangre fría cuando componen sus preciosas odas, sino que desde el momento en que
toman el tono de la armonía y el ritmo, entran
en furor y se ven arrastrados por un entusiasmo
igual al de las bacantes, que en sus movimientos y
embriaguez sacan de los ríos leche y miel, y cesan
de sacarlas en el momento en que cesa su delirio
(Diálogos, 98).
A partir de la inspiración que la musa infunde a modo
de campo magnético sobre los poetas, los rapsodas
que los cantan y el público que los escucha, el conocimiento de la poesía y las materias que trata no dependen del “arte” que administra la razón del individuo,
suspendida a causa del arrebato. Quien conoce, domina un oficio por propio mérito y buen juicio. También
parece como si estuviéramos hablando de un asunto
de status o jerarquía social. Mientras Berman se encuentra tratando el caso de Galileo y los problemas
que le acarrearon sus descubrimientos, recuerda muy
a propósito la distinción social entre el estudioso y el
artesano de aquellos años:
En el contexto de la época, el uso de un dispositivo
desarrollado por artesanos [el telescopio] para resolver una controversia científica (sin mencionar
lo teológico), era considerado, especialmente en
Italia, una incomprensible mezcla de categorías.
Estas dos actividades, la búsqueda de la verdad
y la fabricación de bienes, eran completamente
distintas, particularmente en términos de la clase
social relacionada con cada una de ellas. El argumento de Bacon para una relación entre oficio y
cognición aún había ganado poco terreno incluso
en Inglaterra, país que, comparado con Italia, había sufrido una enorme aceleración en la producción industrial (p. 57).
Los artistas, ya desde los inicios del Renacimiento hacia el siglo XV, se habían ocupado en reclamar un sitio
como “buscadores de la verdad”. En la estructura del
conocimiento del corpus pedagógico del clero medieval, los grupos de saberes incluidos entre las siete artes
liberales, el Trivium y el Cuadrivium, de nuestras conocidas “bellas artes” solamente incluían a la música.
Las palabras que usa Leonardo da Vinci para darse su
lugar al tomar el cálamo en lugar del pincel dan clara
cuenta de esta discusión:
Bien sé que, por no ser yo literato, a algún fatuo le parecerá razonable condenarme, alegando que no soy
hombre de letras. ¡Gentes estultas!; no saben éstos
que yo podría responderles diciendo, como Mario a
los patricios romanos: “Los que se han ataviado con
las fatigas ajenas, no me quieren conceder las mías”.
Dirán que, careciendo yo de letras, no podré expresar con acierto aquello de lo que deseo tratar. ¿No
saben acaso que mis asuntos más han de ser tratados
por la experiencia que por las palabras? (Leonardo
da Vinci: Tratado de pintura, 94).
Así, tanto las artes mecánicas como el estado alterado
del rapto no se consideraban circunstancias idóneas
para la producción de conocimiento. Berman rescata
las virtudes de estos procedimientos y afirma que
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