Núm. 15 Tercera Época
 
   
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JOSÉ LUIS CUEVAS
BESTIARIO IMPURO
 
 
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El conocer algo es subdividirlo, cuantificarlo, y recombinarlo; es preguntarse “cómo” y jamás enredarse en la complicada maraña del “por qué”. Conocer algo es, sobre todo, distanciarse de ello, como lo indicara Galileo; convertirlo en una abstracción. El poeta puede tornarse desmedidamente efusivo acerca de un haz rojo que cruza el cielo a medida que el sol se va poniendo, pero el científico no es engañado tan fácilmente: él sabe que sus emociones no le pueden enseñar nada substancial. El haz rojo es un número, y esa es la esencia del asunto (p. 45).
   
 

Leonardo Rodríguez: Transatlántico

 

Aquí encontramos oposiciones que dominan en la visión mecanicista y racional de nuestra cultura: la manera, la industria frente a los motivos, las intenciones; es decir, por un lado preguntarse cómo respira un árbol y por el otro por qué lo hace; el poeta frente al físico, con lo que damos por sentado que un mismo individuo no puede o no debe participar de ambos impulsos, o al menos no tomárselo muy en serio; por un lado distanciación y abstracción, lo que ofrece claridad y certeza, y por el otro efusión y emoción o, lo que es lo mismo, engaño, ilusión, conocimiento secundario.

          Esta separación tiene como raíz la idea, quizás la práctica, de estar hablando de dos tipos distintos de conocimiento: uno con predominio de la razón y la lógica, y otro el de la intuición, la emoción y el sentimiento. Es una situación que se acomoda bastante bien con la visión del cerebro bihemisférico muy difundida actualmente, pero tal dualidad no es para nada algo nuevo. Podemos encontrar en la Atenas clásica a un conocido sofista platicando con un rapsoda victorioso acerca de la importancia de ser conocedor de un cierto oficio o materia y lo que es capaz de saber alguien como un poeta, un coribante, una bacante; Platón marca distancia entre la inspiración y la ciencia y dice por boca de Sócrates en “Ión o de la Poesía”:

Semejantes a los coribantes, que no danzan sino cuando están fuera de sí mismos, los poetas no están con la sangre fría cuando componen sus preciosas odas, sino que desde el momento en que toman el tono de la armonía y el ritmo, entran en furor y se ven arrastrados por un entusiasmo igual al de las bacantes, que en sus movimientos y embriaguez sacan de los ríos leche y miel, y cesan de sacarlas en el momento en que cesa su delirio (Diálogos, 98).

A partir de la inspiración que la musa infunde a modo de campo magnético sobre los poetas, los rapsodas que los cantan y el público que los escucha, el conocimiento de la poesía y las materias que trata no dependen del “arte” que administra la razón del individuo, suspendida a causa del arrebato. Quien conoce, domina un oficio por propio mérito y buen juicio. También parece como si estuviéramos hablando de un asunto de status o jerarquía social. Mientras Berman se encuentra tratando el caso de Galileo y los problemas que le acarrearon sus descubrimientos, recuerda muy a propósito la distinción social entre el estudioso y el artesano de aquellos años:

En el contexto de la época, el uso de un dispositivo desarrollado por artesanos [el telescopio] para resolver una controversia científica (sin mencionar lo teológico), era considerado, especialmente en Italia, una incomprensible mezcla de categorías. Estas dos actividades, la búsqueda de la verdad y la fabricación de bienes, eran completamente distintas, particularmente en términos de la clase social relacionada con cada una de ellas. El argumento de Bacon para una relación entre oficio y cognición aún había ganado poco terreno incluso en Inglaterra, país que, comparado con Italia, había sufrido una enorme aceleración en la producción industrial (p. 57).

Los artistas, ya desde los inicios del Renacimiento hacia el siglo XV, se habían ocupado en reclamar un sitio como “buscadores de la verdad”. En la estructura del conocimiento del corpus pedagógico del clero medieval, los grupos de saberes incluidos entre las siete artes liberales, el Trivium y el Cuadrivium, de nuestras conocidas “bellas artes” solamente incluían a la música. Las palabras que usa Leonardo da Vinci para darse su lugar al tomar el cálamo en lugar del pincel dan clara cuenta de esta discusión:

Bien sé que, por no ser yo literato, a algún fatuo le parecerá razonable condenarme, alegando que no soy hombre de letras. ¡Gentes estultas!; no saben éstos que yo podría responderles diciendo, como Mario a los patricios romanos: “Los que se han ataviado con las fatigas ajenas, no me quieren conceder las mías”. Dirán que, careciendo yo de letras, no podré expresar con acierto aquello de lo que deseo tratar. ¿No saben acaso que mis asuntos más han de ser tratados por la experiencia que por las palabras? (Leonardo da Vinci: Tratado de pintura, 94).

Así, tanto las artes mecánicas como el estado alterado del rapto no se consideraban circunstancias idóneas para la producción de conocimiento. Berman rescata las virtudes de estos procedimientos y afirma que

 
 
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