PALABRA CLARA
La reescritura de la naturaleza:
Darwin novelista
Adam Gopnik
Traducción de Leticia Mora Perdomo
Adam Gopnik, escritor residente en Nueva York, es autor
de varios libros de ficción, memorias y ensayos. Escribe
regularmente para diversas revistas como The New Yorker,
de donde proviene este texto (23 de octubre de 2006).
El presente artículo es el antecedente de Angels and Ages
(2009), el más reciente libro de Adam Gopnik, en el que se
señala la importancia del lenguaje en dos figuras claves del
pensamiento liberal moderno: Charles Darwin y Abraham
Lincoln. En las páginas que siguen, Gopnik hace una apa
sionada defensa de la importancia del lenguaje, de la retó
rica, en El origen de las especie, y en lo afortunado de
las dotes narrativas de Darwin para la aceptación de ideas
tan controversiales como la del origen del hombre en un cua
drúpedo.
La demora de Darwin en la escritura de su tratado de historia natural es ya tan famosa como la demora en la venganza de Hamlet e involucra un reparto similar de personajes: un esqueleto en la familia, un amor desdichado y muchísimos hombres desenterrando huesos viejos. Aunque el caso de Darwin termina con fama y reinvindicación y no con asesinatos y autoconocimiento, como sucede con Hamlet, ambas historias se resuelven a través del lenguaje, por medio de un soliloquio interno que se vio obligado a hacerse público. La diferencia es que en el caso de Darwin, la voz interior es la que tenía las certezas y la externa la que tenía las dudas.
Esa demora abarca desde las primeras intuiciones de Darwin acerca de su Gran Idea –la idea de la evolución mediante la selección natural en los años 1830, pues, no debemos olvidarlo, ya jugaba con ella durante su famoso viaje en el Beagle–,1 hasta la publicación de El origen de las especie en 1859. La leyenda ha unido ambos eventos en uno solo: Darwin observó que los picos de sus diferentes clases de pinzones se adaptaban a su uso y al cavilar acerca del significado de ese hecho, pensó en una teoría, buscó la evidencia y se vio empujado a publicarla debido a una inesperada carta enviada por un oscuro naturalista llamado Alfred Russel Wallace quien, de manera independiente,
había llegado a la misma idea que él.
En realidad esta historia fue más complicada. Si
Darwin pasó tanto tiempo preparándose para escribir
su obra maestra sin llegar a hacerlo fue en parte porque sabía lo que significaría para la vida de su tiempo
y para la fe. Tenía miedo de ser atacado por los poderosos y los prejuiciados, según afirma Janet Browne en
su conocida biografía.
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Darwin no era un hombre valiente; si la Inquisición hubiera estado activa en Inglaterra, él nunca habría publicado; pero tampoco era
un hombre humilde o un pensador precavido. Intuía
que la historia por él contada derrumbaría cualquier
idea intelectual creíble acerca de la creación divina,
y él quería romper la creencia sin dañar al creyente,
particularmente a su esposa Emma, a quien amaba
con devoción y con quien había compartido, antes de
sentarse a escribir, una tragedia muy personal que a
ella sólo le resultaba tolerable por su fe. El problema
al que se enfrentaba era también de tipo retórico: ¿cómo decir algo que nunca antes había sido dicho
de una manera que pareciera como si todo el mundo lo hubiera sabido siempre? En otras palabras, ¿qué
hacer para que una idea potencialmente atrevida y
subversiva pareciera tan racional y natural como él la
consideraba?
Lo logró y, de cierto modo, este hecho fue también un triunfo de estilo. Darwin es, sin duda alguna,
el único gran científico cuyo trabajo sigue siendo leído por los aficionados, como señala Edward O. Wilson
en su introducción a From So Simple a Beginning (Desde
unos inicios tan simples), una nueva edición en un
solo volumen de cuatro libros esenciales de Darwin: El
viaje en el Beagle (1845), El origen de las especie (1859), El
origen del hombre y de la selección en relación al sexo (1871)
y La expresión de las emociones en el hombre y los animales
(1872). Wilson agrega que seguimos leyendo a Darwin
para tener una idea de lo que es el darwinismo, mientras que ya no podemos leer, por ejemplo, a Newton o
Galileo para entender la física. Proporciona también
anotaciones a estos textos de Darwin y un epílogo
donde argumenta elocuentemente en favor del “humanismo científico” como una alternativa al dogma
religioso. Por supuesto que la teoría de la evolución
mediante la selección natural se habría convertido en
verdad aunque estuviese escrita en código Morse en el
ojo de una aguja, pero entonces no sería darwinismo,
“un punto de vista acerca de la vida”, como afirma su
autor. No es una ideología, pues ésta tiene axiomas y
algoritmos, sino un punto de vista, con acercamientos
y aproximaciones.
1 El autor se refiere aquí al viaje (1831-1837) en sí, no al libro que
con el mismo nombre publicaría Darwin más tarde. [N. de la T.]
2 Charles Darwin: Voyaging (1995) y Charles Darwin: The Power of
Place (2002). [N. de la T.]
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