que
tuvo acceso a los papeles privados de la familia, señala
con cuidado y de manera muy plausible que la visión
de la existencia que subyace en El origen de las especies,
con su sobrio estoicismo acerca del papel de la muerte
y la destrucción en la creación de nueva vida, estuvo
motivada en el caso de Darwin por la experiencia de la
muerte de su hija.
Annie enfermó en 1850 de lo que parece haber
sido una forma de tuberculosis. Sus aterrorizados
padres pasaron meses probando todas las fútiles terapias que la gente utilizaba en el siglo XIX, de forma muy parecida a los tratamientos dilatorios contra
el cáncer que se observan hoy. Al final nada ayudó y
Annie murió a la edad de 10 años, después de una
larga vigilia. Con el corazón destrozado, Darwin escribió un memorial de 10 páginas que encerró bajo llave
en el cajón de su escritorio. Está escrito a la manera
naturalista de sus mejores textos: “Ella bailaba bien y
le gustaba mucho hacerlo. Le agradaba leer pero no
mostraba un gusto particular por algo específico. Tenía un hábito muy singular que, presumo, la llevaría
a algún interés en el futuro, pues sentía un gran placer en buscar palabras o nombres en los diccionarios”.
Este inventario de actividades no carecía de emoción:
“Debe haber sabido cuánto la amábamos –concluye– y sin duda podría haber adivinado aun ahora cuán profunda y tiernamente la seguimos amando”.
Tras la muerte de Annie, Darwin abandonó los
vestigios que le quedaban de su fe cristiana, e incluso
su reciente preferencia por la teología unitaria y se
convirtió, esencialmente, en un estoico. Creía que lo
único que teníamos era la contemplación de la inmensidad del tiempo y un gran repertorio de sentimientos.
En la muerte de Annie a la edad de 10 años no había
ningún significado inherente salvo el reconocimiento
de que la muerte es la regla de la vida. La serenidad
sólo podría encontrarse en la contemplación de la inmensa indiferencia del universo.
Randal Keynes ha mostrado que, en los años que
siguieron, mientras Darwin trabajaba en El origen de las especies, se sintió obsesionado9
por la muerte de Annie.
En algunas de sus tempranas observaciones había escrito acerca “de la horrorosa pero tranquila guerra de
los seres orgánicos que pasan a habitar los pacíficos
bosques”; pero después de la muerte de Annie estas palabras parecen inadecuadas. Entonces escribió: “Nada
es más fácil que admitir en palabras la verdad universal
de la lucha por la vida; lo verdaderamente difícil –así
lo he descubierto– es tener en mente esta conclusión
todo el tiempo… Solemos ver la cara alegre y brillante
de la naturaleza y olvidamos que los pájaros que cantan
a nuestro alrededor viven de insectos y semillas y, por
ello, están continuamente destruyendo la vida”. Es esta
visión de la vida la que ilumina el famoso pasaje al final de El origen de las especies, donde Darwin escribe
acerca de “los intrincados surtidores” de la existencia,
“cubiertos con muchas plantas de diversas clases, con
pájaros cantando en los arbustos, varios insectos volando alrededor, y lombrices arrastrándose por la tierra
húmeda”, todo siendo operado a través del proceso ciego e inherente de la selección natural. “De esa manera,
producto de la guerra de la naturaleza, del hambre y de
la muerte nace el objeto más preciado que nosotros somos capaces de concebir: la creación de animales más
desarrollados en la cadena del conocimiento.” Continúa: “Hay una cierta grandeza en esta concepción de la
vida con sus diferentes fuerzas dando aliento a nuevas
formas de vida o a una sola; y mientras el planeta ha
seguido girando de acuerdo con las leyes fijas de la gravedad, de unos principios tan sencillos han evoluciona-
do y siguen evolucionando las formas más hermosas y
maravillosas”.
Darwin no estaba especialmente preocupado por
los problemas de algunos darwinianos de hoy en día:
fácilmente pudo ver a través del rompecabezas del diseño ostensiblemente inteligente (un ojo que trabaja
bien evolucionó a partir de ojos que trabajaban menos
bien). Dado que no sabía mucho de genes, el gran vacío que había en el centro de su argumento, es decir
el funcionamiento de las leyes de la herencia, fue un
aspecto que nunca resolvió. Empero, estaba obsesionado por el problema del tiempo: ¿qué edad tenía la
Tierra? ¿Ha transcurrido suficiente tiempo para que
la evolución se produzca? Mientras los hombres desenterraban los huesos que mostraban lo arcaico de la
vida, ¿qué lecciones podían aprenderse? ¿Cómo podría uno imaginar el tiempo de una manera que tuviera sentido en nuestras propias vidas y emociones?
En la obra de Darwin el tiempo se mueve en dos
velocidades: existe el gran abismo temporal en el cual
las generaciones cambian y los animales se transforman y evolucionan, y luego está el tiempo que dura el
aliento del pequeño insecto, el tiempo del latido del
corazón del colíbrí y el tiempo de la breve existencia
de nuestros hijos que nacen, crecen y a veces mueren
antes que nosotros. Darwin escribió uno de los documentos fundacionales de la psicología del desarrollo,
una serie de notas detalladas sobre los primeros 12 meses de vida de su hijo. El espacio entre el breve, pero
hondamente sentido, tiempo de la vida humana y el
tiempo sin límite de la naturaleza llegó a ser el tema
implícito en la teoría de Darwin. La religión siempre
había reconciliado el paso ordinario de la temporalidad humana con el paso de un tiempo inmemorial,
pretendiendo que uno era, de cierta manera, preludio
para el otro: un preludio o un prólogo o un juicio o
un tratamiento. Los artistas del periodo romántico,
en una época de secularización constante, pensaron
que a través de una vaga trascendencia podrían unir ambos tiempos. Desde luego, no lo lograron. Nada ni
nadie podría hacerlo. La tragedia de la vida no es que
no haya un Dios, sino que las generaciones a través de
las cuales la vida evoluciona son tan cortas que poco
cuentan para apreciar un cambio. No hay una disposición especial en la muerte de un gorrión, pero intentemos decirle eso a los gorriones. El reto humano que
Darwin sentía y que su obra presenta todavía es el de
ver ambas concepciones temporales con verdad, sin intentar humanizar el tiempo inmemorial, pero tampoco descontando el tiempo humano; tomar ambos en
consideración sin descuidar ninguno de ellos.
9
Habitado por un fantasma, en el sentido de perseguido por
un recuerdo o secreto, y en referencia al párrafo inicial donde se
habla de Hamlet. [N. de la T.]
|