Darwin no era escritor sólo por afición; su caso es
único entre los grandes científicos ya que fue un autor
por oficio. Sus libros, aun algunos de los más técnicos,
fueron publicados en editoriales comerciales, por lo
que estuvo sujeto a las mismas tribulaciones de otros
escritores: editores que hacían demasiados cortes, regalías demasiado bajas. Si leemos de principio a fin
la colección de los textos de Darwin preparada por
Wilson, veremos que Darwin fue realmente uno de
los grandes estilistas de la prosa inglesa.
No fue un “poeta” en el sentido vago y humanista de alguien que
tiene una manera agradable de expresar una imagen,
sino un hombre que supo cómo presentar su tesis dentro de una sucesión de hechos, de manera tal que la
acción y el argumento fueran uno solo. Y, como sucede con la buena escritura, las huellas de la lucha
de toda una vida por darle sentido y razón a ésta se
reflejan en la página. Leer a Darwin como escritor nos
revela a un artesano de enormes recursos, y con una
buena dosis de discretos guiños. Pero también puede
recordarnos lo innecesario de los recientes esfuerzos
por humanizarlo, por asegurar a sus lectores que la
verdad no es tan difícil de aceptar, y que el darwinismo no nos arroja al vacío de una fría selección hecha al azar, pues el aspecto más humano y poético del
darwinismo ya está ahí, porque el autor lo puso en él
cuando lo plasmó.
Charles Darwin fue un hombre convencional
que descendía de una familia poco convencional. Sus
abuelos, Erasmus Darwin y Josiah Wedgwood, fueron
afines al movimiento ilustrado del norte de Inglaterra en su momento más progresista, como podemos
leer en el hermoso libro de Jenny Uglow The Lunar Men
(Los hombres lunares, 2002). Aunque después de la
Revolución francesa y la contrarreacción que abrumó
al país esos círculos fueron perseguidos, en la familia
de Darwin permaneció la tradición del habla llana y del
libre pensamiento.
No obstante, Darwin también hizo grandes esfuerzos por parecer un caballero victoriano común y
corriente; un naturalista con la oreja pegada al suelo,
pendiente del rumor de las obedientes lombrices de
tierra. Vivió en el campo con ingresos independientes, como la alta burguesía de Jane Austen, rodeado
de fieles sirvientes y leales jardineros. “Siempre pensé que era un hecho curioso –escribió su hijo Francis
años más tarde– que el más importante de todos los
modernos hubiera escrito y trabajado en un ambiente
esencialmente antimoderno tanto en espíritu como
en su manera de vivir.” Darwin fue extremadamente
inglés en la Inglaterra de esa época, con el deseo de
un inglés de nunca parecer una persona que lo sabe
todo, pero al mismo tiempo con la convicción del inglés consciente de que sólo él lo sabe todo.
Así, aunque Darwin estaba lleno de ideas brillantes e incisivos argumentos acerca de cualquier cosa
imaginable sobre la tierra, se resistía a que lo colocaran en la posición de un hombre sabio o un oráculo, pese a que llegó a convertirse en uno de ellos. Se
sentía perdido cuando se le confrontaba con la clase
de preguntas universales que se hacen a los hombres
extraordinarios: ¿Qué debemos esperar de nuestro
futuro? ¿Se convertirán los Estados Unidos en la mayor potencia?
Cierta vez, un grupo de 150 naturalistas alemanes le enviaron como recuerdo extraño y sentimental un álbum de fotografías de ellos mismos firmado
por cada uno. Podemos imaginar a estos respetables
hombres con lentes, el ceño fruncido y en una pose de seriedad impresionante. Esta era la clase de cosas que
agotaba a Darwin. “Hemos estado saturados de alemanes esta semana”, dijo suspirando su esposa en otra
ocasión parecida. Cuando Darwin escribió una autobiografía destinada como regalo para sus hijos, ésta
era franca y tierna, pero a la vez fría y un tanto formal.
Evitaba cualquier confrontación o declaración violentas, mas era testarudo y de fuertes opiniones, y estaba
convencido más allá de la razón de que su visión de la
vida era la que debería tener cualquier hombre con
sentido común. De ser un joven bien afeitado y formal, se dejó crecer un bigote cuando comenzó su vida
pública, y llegó a ser, como lo vemos en la fotografía
de Julia Cameron, el hombre barbudo que correspondía totalmente a la imagen del hombre sabio.
En efecto, como la mayor parte de los ingleses de
su clase, Darwin fue prisionero de la respetabilidad
victoriana y de su agobiante círculo de vergüenzas.
Aunque vivía encerrado en la seguridad de los jardines de su casa, estaba muy lejos de ser un hombre
inseguro o tímido. El tono, tanto de sus cuadernos
de trabajo como de sus cartas privadas, era irónico,
impaciente, irascible, y nos revela cómo se precipitaba confiadamente a especular con base en evidencias
escasas. Hay pocos documentos más divertidos que
sus cuadernos de trabajo de los años 1830, cuando sus
ideas acerca de la evolución ya están vivas y uno puede
ver su mente en acción, sin temor alguno. “Platón –escribe en sus cuadernos– dice en el Fedón que nuestras
‘ideas más fundamentales’ provienen de la preexistencia del alma, no se derivan de la experiencia. Léase monos donde dice preexistencia.” Con esta frase la metafísica
se colapsa instantáneamente en la biología. En su vida
pública se esforzó por presentarnos otra cara: paciente, decorosa, cuidadosa; una cara donde el mito de
la inducción pura y la observación no contaminada
por prejuicios es seguido como un patrón de comportamiento. Esto convierte al exageradamente alabado
Viaje en el Beagle en el libro más convencional de sus
obras “naturalistas” importantes.
No fue sino hasta finales de los años 1850 –cuando
se sentó a escribir El origen de las especies– que encontró una manera de avanzar en sus ideas. Darwin se dio cuenta de que debía escribir una historia radicalmen-
te nueva en un tono al que pareciera haber llegado
de modo completamente natural. Tenía que presentar dinamita como si fuera ladrillos y construir una casa
sólo para derribar los viejos cimientos. La especulación largamente acariciada debía ofrecerse como una
observación registrada con meticulosidad, y una idea
general de la vida debía parecer la secuencia lógica de
sus observaciones acerca de la crianza de perros.
Al inicio de El origen de las especies, después de que
Darwin ha anunciado que su libro tratará y explorará el gran problema de las especies, “ese misterio de
misterios como ha sido llamado por uno de nuestros
grandes filósofos”, se registra una repentina baja en la
intensidad. Dedica el primer capítulo a un exhaustivo
examen de las técnicas que se emplean en la crianza
de perros y palomas. El sentimiento de desorientación
que experimentamos al principio es sustituido por
una deliciosa sensación de euforia, un sentimiento
parecido a la emoción que nos despierta la lectura de
El origen de las especies cuando leemos que el joven príncipe se ha
rodeado de compañías peligrosas y, líneas adelante,
encontramos a un caballero viejo y gordo rodeado de
sus patéticos seguidores.
3
3 En la segunda parte de El origen de las especies, de Shakespeare, el príncipe
Hal, futuro rey de Inglaterra, vive una vida disipada junto a Falstaff y
sus borrachos amigos hasta que asume el trono como Enrique V. Por
ende Falstaff no sólo es la mejor figura cómica del teatro shakespereano sino que su conducta cobarde, reprensible y disipada permite
apreciar la madurez de Enrique V cuando asciende al trono y abandona ese tipo de vida. [N. de la T.]