Adelantos

Intramuros
Luis Arturo Ramos
Col. Ficción, 3ª edición, 2009, 252 páginas.
Hace 70 años llegaron al puerto de Veracruz más de 1 600 exiliados españoles que huían
del régimen fascista de Francisco Franco. Este hecho histórico es el punto de partida de
Intramuros. En esta fcción, Esteban Niño y Juan María Finisterre, dos personajes centrales,
refejan el desarraigo, el aislamiento, la desolación, el desamparo. Viven en libertad pero sus
almas están entre muros; sólo la sobrevivencia a través de la mentira piadosa logra fugaces
momentos de felicidad. Publicada por primera vez en 1983, Intramuros alcanza su tercera
edición con la narrativa certera de Luis Arturo Ramos.
Cuando subieron a cubierta el barco ya había atracado en el muelle.
Los trabajadores portuarios dejaron de maniobrar para verlos bajar
a tierra. Les hablaron a gritos. Algunos saludaron con la mano como si el
puño que los recién llegados enarbolaban sobre la cabeza fuese una señal
de entendimiento. Sin embargo Finisterre se preocupó por no apartarse de
sus compañeros.
Por sentir con el hombro el hombro de Esteban Niño. Por no despren-
der los ojos de la espalda del Aragonés. Los andaluces mueven la cabeza
atentos a la multitud que se empuja y revuelve, dudan a cada paso de la
precaria seguridad ofrecida por la hilera de compatriotas (lenta, pesada)
ondulándose rumbo a las ofcinas del puerto.
—¿Nombre?
—José María Finisterre.
—¿Edad?
—Cuarenta años.
—¿Nacionalidad?
—Español.
Amontonados frente a la puerta, miran el arco brilloso de la ciudad. Muy
pronto, cuando el guardia (mal encarado, sudoroso) vestido de kaki dé
la señal, podrán descender hasta la luz. Finisterre sabe que le dolerá en el
cuerpo. Un golpe, un lengüetazo lleno de flos; por eso tiene que recordar
a pesar de todo y mira ahora los ojos de Pastora la noche que Pedro Rojas
fue a buscarlo. El Aragonés, sentado en una caja de madera a mitad de
cubierta, sube y baja balanceado por el mar y cuenta de su elección (“¿A
dónde te quieres ir, a Rusia o a México?”) El andaluz dice que el Aragonés
se llama Gabino Suárez y que es gallego a pesar de todo. Es el Aragonés
quien dice (quien dijo) que había que permanecer juntos. Alegó el precio
del hotel. La comida equitativamente repartida. Pero Esteban Niño desea-
ba marcharse en busca del tío.
Solo, para no atemorizarlo con la mueca salvaje (temerosa) de los andaluces. La reputación del Aragonés, el gesto triste y vacío (triste y vacío. ¿Qué
diría más tarde? “su jeta de ventrílocuo”) de Finisterre. Volvería después,
quizá con noticias de trabajo, de un lugar donde dormir. Lo miraron alejarse con el papelito de la dirección en una mano y la valija en la otra. Lo
vieron doblar en la primera esquina y tuvieron que hacerse a un lado para
no interrumpir la salida de los demás.
Luego la muchacha aquella que se había acercado a venderles caracoles. El
Aragonés la ahuyentó con la mano. Uno de los andaluces la disculpa, la de-
fende. Finisterre la mira con la tristeza del sol sobre la cara. Sin embargo,
cuando la muchacha volvió, fue a él a quien entregó el cazo lleno de agua.
Esteban no regresó y el Aragonés volvió a insistir con lo del hotel. Por el
camino vieron un periódico que reseñaba la llegada bajo grandes titulares:
Llegaron los rojos. (Al otro día se asombrarían de la foto de los puños en
alto. Un espinazo de dragón descendiendo la escalerilla del barco). Finisterre
recuerda que hubo muy pocos pensamientos.
Se la pasaron en aquel cuarto que apestaba a agua de mar y que retumbaba
al paso de los tranvías. Jugaron a descubrir caras conocidas en el retrato
borroso. Comieron naranjas a puños en un estarse ahí sin otra seguridad
que la convicción de la espera.
Más tarde (¿cuántos años después?) pensaría de aquel tiempo como un
enorme lago que la luz dejaba sin orillas.
Lo encontró dos días más tarde, mientras hacía guardia frente a la aduana
con uno de los andaluces. Más faco que durante el viaje, las ropas holgadas y limpias, la cara afeitada, lo hicieron confundirlo con el retrato de un
desconocido. Esteban Niño contó una historia de caminatas y extravíos.
La primera noche capoteada en un quicio. El muchacho mañanero que
a cambio de unas monedas lo condujo a la calle que buscaba. Su tío, que lo hizo relatar la historia de España desde la caída de
Alfonso XIII hasta la fecha. Lo importante, dijo, era
que ya tenían, al menos dos de ellos, trabajo y sitio
para dormir.
En el hotel encontraron al otro andaluz. Solo, comía
naranjas sentado en una de las camas. En cada mano
amontonaba hasta cuatro, pequeñísimas y ya sin cáscara. Se las llevaba a la boca a puños como si fueran uvas.
Les ofreció, tosijoso, con la boca llena. El otro andaluz
aceptó. Se sentó a su lado y comenzó a comer pedazos
de naranja que tomaba de su mano. Esteban se sentó
junto a Finisterre y le dijo en un susurro que esperaba
fuera él quien lo acompañara.
Cuando el Aragonés llegó, Esteban tuvo que repetir la
historia. Convinieron en que Finisterre lo acompañara. A partir de ese momento las cosas se precipitaron.
Los andaluces los abrazaron y murmuraron palabras
que nadie escuchó. El Aragonés se puso a escribir para
deslizarle luego un pedazo de papel en la bolsa de la camisa (“Es una dirección. Cuídala, te puede servir”). Los
andaluces envolvían naranjas en el periódico de la fotografía. Ya en la calle, Esteban se volvió para despedirse
y él tuvo que hacer lo mismo (“Adiós gallego”, le había
dicho segundos antes el recepcionista del hotel). Miró
a los andaluces asomados a la ventana, muy juntos, sonrientes. Levantó la mano para también decir adiós.
Finisterre llevaba la valija bajo el brazo. Esteban Niño
apretaba el envoltorio contra el estómago. Mientras cruzaban las calles y dejaban atrás los edifcios carcomidos
por el salitre, Finisterre intentó reconstruir la historia
que le había oído contar. Pero las casas de madera y
los zaguanes olorosos y las caras que emergían desde
puertas y ventanas, no se parecían a nada que hubiera
visto o escuchado.
Lo único real era la pestilencia de un mar que intuía
cercano. No hablaron. En una ocasión Esteban Niño
se volvió para ofrecerle naranjas. Finisterre dijo que no
y Esteban las abandonó en el camino. El viento agitó
el periódico y los puños de los hombres en la fotografía
lo amenazaron débilmente al pasar. Se percató de que
habían transcurrido ya tres días y que jamás se había
aventurado más allá del olor a sal. Por eso, a pesar de
la desconfanza que le producían las caras amoratadas
(aquellas sonrisas descomunales que parecían nutrirse
de la luz), se consoló con el rastro de arena que se levantaba en remolinos o crepitaba a la vera de la banqueta.
Recordó Barcelona. El mar del otro lado del mar.
¿Sería el mismo? Trató de no pensar. ¿No había sido
ése el trato?

El barroco jesuita
novohispano:
la forja de un México
posible
Ramón Kuri Camacho
Colección Biblioteca, 2009, 656 páginas.
Hay momentos cruciales en la historia en los que se llega a la disyuntiva, el cruce
de caminos, la decisión que decide el futuro. En la construcción de nuestro país existe
una etapa de defniciones a partir de la llegada de los españoles y su estancia de tres siglos
en la formación de la Colonia. Religión y mitos, fuerza y poder, dominio y sojuzgamiento
forman parte de una amalgama que cimienta a una nación.
El barroco jesuita novohispano: la forja de un México posible es una obra trascendental para
entender el origen del ser mexicano al hacer una disección histórica, flológica y flosófca
de una época poco estudiada y refexionada: la dominación española que delimitó los
espacios terrenales y espirituales.
Respuesta al “otro”
He aquí, pues, cómo todas estas cuestiones se
ponen en el primer plano en la Compañía de
Jesús y naturalmente en tierras novohispanas,
haciendo suya la responsabilidad de dar cuenta
de todos los problemas del hombre, tal como
se planteaban en su tiempo. Pero si la gracia
es materia de tratamiento urgente, porque los
herejes han obscurecido y aun invertido toda la
verdad católica, es también materia muy difícil y
llena de escollos: por un lado, trata de realidades
totalmente divinas y que apenas tienen carácter
experimental; por otra parte, investiga la concordia
y composición de la eficacia de la gracia con
su conexión con la libertad de arbitrio, lo cual
siempre se ha juzgado arduo y difícil, ya desde San
Agustín.
Aquí es donde ha jugado un rol fundamental la
obra de Molina, Suárez y jesuitas de la Nueva
España, América y Asia. Se trata nada más y nada
menos que de un hecho capital desmesurado:
levantar un proyecto de magnitud planetaria
destinado a recomponer y reconstituir el mundo
de la vida, desde su plano más bajo, profundo
y determinante, hasta los estratos más altos y
elaborados del goce lúdico, festivo y estético de las
formas. Es decir, formular y llevar a la práctica una
modernidad alternativa que cubra la totalidad de la
interpretación del mundo, frente a la modernidad
espontánea, ciega e invisible del mercado y del
capital y frente a una Reforma insuficiente y
regresiva.

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