Adelantos
Me he referido antes a las familias verbales que considero determinantes a la hora de esclarecer las afnidades
del trabajo poético. Pienso que éstas pueden encontrarse en nuestro propio país o fuera de él, en la amplia
geografía de nuestra lengua, o a veces más allá de ésta.
Por mi parte, en mi país he estado cerca de los poetas
Juan Sánchez Peláez y Rafael Cadenas, por sólo citar
dos nombres. Suele ocurrir, sin embargo, que al admirar
la obra de un determinado poeta bien sea de ayer o de
hoy, valoremos sus logros, sopesemos sus aportaciones,
pero al mismo tiempo por experiencia identifquemos la
distancia que existe entre su mundo expresivo y el nuestro. Algunas obras nos resultan más cercanas, independientemente de la valoración que nos merezca, acaso
porque pertenecen a nuestra misma familia. Es el caso,
para mí, del poeta franco-uruguayo Jules Supervielle,
del rumano Lucian Blaga o del sueco Gunnar Ekelöff,
poetas que, cuando los leí por primera vez, sentí como
si ya me fuesen conocidos desde antes, como si su universo imaginativo, con el que entraba ahora en contacto, de algún modo me resultaba paradójicamente afín y
ya frecuentado. Por último, en cuanto a inculcar alguna
lección, en verdad ni antes ni ahora me lo he propuesto.
La intención didascálica deliberada a través de la poesía
me parece una vía bastante incierta.
¿Qué papel, si alguno, le concede usted al poema entre los
discursos que disputan hoy la racionalidad civil y el signifcado de nuestro plazo en este globo?
El poema en nuestro tiempo atraviesa un vasto cono
de sombra que lo mantiene sometido a un eclipse no
sabemos por cuánto tiempo. Se encuentra, pues, en
desventaja respecto a las otras “formas de discurso”,
pero esa desventaja le proporciona la fuerza de encarnar
lo oculto, lo esencial y al mismo tiempo secreto. Habla,
como habla siempre la poesía, desde el centro del logos,
si bien con el tono monológico y desesperanzado de
nuestra época. La fuerza que menciono le permite oponerse, más que cualquier otro arte, al fundamentalismo
del dinero, la religión por antonomasia de nuestro
tiempo. He dicho en otra ocasión que, al referirme a la poesía, prefero esta imagen del eclipse porque todo
eclipse resulta siempre pasajero. Por último, sólo para
subrayar el poder que atribuyo a la poesía deseo citar
estas palabras de Joseph Brodsky, según las cuales “la
poesía no es esencialmente un arte, sino algo superior:
ella constituye nuestro fn antropológico genético”.
La creatividad se defne hoy por la capacidad de abrir
espacios de respiración y visión. ¿Qué momento de su poesía
encuentra privilegiado por la luz y la sombra del lenguaje?
Creo que los espacios de respiración y visión en el poema dependen, en nuestro tiempo como en otros, de la
conexión interna de la palabra con su fuente verdadera.
Emprender otra tentativa puede conducirnos a establecer una prospectiva voluntarista. El espacio nos lo proporciona “lo que pone el alma, si algo pone”, como decía Machado, o bien, para decirlo con palabras de Hilde
Domin, lo que dice el poema “cuando las palabras han
pasado por el ojo de la aguja del yo”. La intensidad de
esa conexión interna a que me refero no suele darse
en idéntico grado en uno u otro poema. La práctica de
la escritura poética revela que existen ciertos instantes
privilegiados en que en verdad, como escribió Pasternak,
“las respuestas llegan antes que las preguntas”.
Me referí al comienzo a mi asombro de niño ante la
invención de la escritura. Diría que con el paso de los
años tal asombro, lejos de disminuir, se ha reforzado.
Hoy me inclino a creer que lo único que quedará de
nosotros, si algo puede quedar, es el alfabeto, digamos la
forma particular que toma ese alfabeto en cada hombre.
Se trata de algo mucho más suyo que su propio esqueleto, algo que está dentro y fuera de él a la vez, algo que,
por lo tanto, tiene menos posibilidad de ser borrado.
La palabra, “el humo de la boca”, según el ideograma
chino, “el aire herido”, según dijo el sevillano Fernando
de Herrera, no obstante ser acaso lo más leve y fugitivo,
resulta paradójicamente lo más permanente y duradero.
Si usted tuviera que defnir su personalidad poética, ¿qué
parte de su experiencia personal y nacional cree que ha gravitado a la hora de crear espacios alternativos a los impuestos por nuestro tiempo? Dicho de otro modo, ¿cuánto de su
condición local se ha liberado como abierta al mundo?
No podría atribuirme la creación de tales espacios. En
todo caso, he hecho mío el aserto de W. B. Yeats, según
el cual “uno pertenece más a su tiempo que a su país”, y
desde la constatación de esa verdad diría que he tratado
de abrirle camino a mi propia palabra por encima de
los posibles condicionantes, sean estos locales o forá-
neos. He creído siempre que toda palabra nace con una
aspiración de apertura al mundo, que ello fnalmente se
logre, ya es otro asunto. Por lo demás, volviendo a Yeats
y a su frase que he repetido en otros momentos, hoy creo que uno en verdad pertenece, más que a su tiempo,
a su destino, o bien, para emplear la hermosa noción de
Ortega y Gasset sobre la tentativa de la cultura humana,
diría que uno pertenece más a su naufragio, en el senti-
do que el maestro español dio a esta noción, subrayada
entre otros por Mircea Eliade.
Vivimos en el descreimiento, favorecido por la pobreza de
las comunicaciones y la violencia diaria de las representaciones. ¿Cuánta fe en el otro es posible todavía en la poesía?
¿Hay un sentido más puro en las palabras de la tribu? ¿O
ese dictamen modernista ha sido reemplazado por “un
sentido de la realidad de los mil demonios”, esa furia civil
del poeta del margen, proclamada por Nicanor Parra?
El descreimiento mutuo es tan antiguo como el hombre, al menos eso es lo que leemos en un libro como el
Dhammapada, que data de hace seis mil años. Han sido
siempre, pues, los tiempos del descreimiento y de la
descalifcadora crítica del otro. Es probable, sin embargo, que los nuevos medios técnicos hayan potenciado
esa inclinación al parecer tan humana. El verdadero
poeta, sin embargo, necesita postular en todo instante la
fe en el prójimo, digamos que se nutre de ella. El poeta
la ha requerido ayer como la requiere hoy. Recordemos
que cuando Hölderlin se encontraba enfermo, confado
al cuidado de quienes regentaban una carpintería donde
sobrellevaba sus dolencias mentales, las veces que veía
a un cliente que venía a encomendar una puerta, una
ventana, alguna silla, éste se sorprendía de aquel extraño
personaje que, descubriéndose con mucha ceremonia
ante él, le hacía las más cumplidas reverencias, como
si lo tomase por un personaje de la nobleza. Robert
Rovini, en un lúcido ensayo, comenta sobre ello que
Hölderlin, al enloquecer, no hizo más que exteriorizar
el verdadero gesto de todo poeta, para quien el otro, el
prójimo, es un ser digno de la mayor consideración y
reverencia. La misma actitud que sostenía en su palabra
la exteriorizaba, por supuesto con exageraciones gestuales, durante su periodo de locura.
Le agradeceremos elegir un poema suyo y comentar lo que
representa en su trabajo.
Pavana para una dama egipcia
Yo sé que un día aquí sobre la tierra
no estaré nunca más. Habré partido
como los viejos árboles del bosque
cuando los llama el viento. Y esto que escribo
no me lo dicta apenas una idea
pues ya se ha hecho sangre entre mis venas.
También sin meditar suelen los árboles
tener claro su fn. Como toda materia
guarda memoria de su nada póstuma.
No es preciso pensar para decirse
—cada quien a sí mismo— adiós por dentro.
Con ver las hojas en otoño basta;
con ver la tierra allá a lo lejos, roja,
fotando en el abismo, sin nosotros,
se aprende casi todo...
Yo sé que un día con tus egipcios ojos
me buscarás sin verme aquí en la tierra,
y no estaré ya más.
Y no es la mente quien me lo dice ahora,
sino en tu cuerpo donde puedo leerlo;
aquí en tus brazos, tus senos, tu perfume,
porque lo eterno vive de lo efímero
como en nosotros el dios que nos custodia,
con tanto enigma en su perfl de pájaro
y su vuelo que siempre está a la puerta.
He elegido “Pavana para una dama egipcia”, un poema
que pertenece a mi libro más reciente, Fábula del escriba
(Pre-Textos, 2006). Sin duda, al elegirlo, el poeta que
soy ahora ha impuesto sus predilecciones a las de aquel
que he sido hace veinte o treinta años. He optado por
este poema, sin embargo, no sólo por sentirlo más
cercano a lo que hoy escribo, sino también porque es
menos conocido que otros ya reproducidos en antologías y textos sobre mi poesía.
El poema creo que contiene, tanto en sus ritmos como
en sus imágenes, la celebración del amor y la certeza
de la muerte, “esa muerte consciente de sí” que es todo
hombre a fn de cuentas, y sobre esa fusión de eros y
tanathos se crea la tensión de sus equilibrios. Al mismo
tiempo, sin mayores énfasis ni patetismos, el poema
procura abrirse a otras visiones menos frecuentes, como
la visión presentida de nuestras postrimerías, del tiempo
en que ya no estaremos ni siquiera en la tierra, sino que
seremos ese errante puñado de cenizas capaz de ver “la
tierra allá a lo lejos, roja, / fotando en el abismo sin
nosotros”. Una visión, como dice uno de los versos,
mediante la cual “se aprende casi todo”…
No deseo extenderme ahora en el comentario de este
poema. En los versos fnales, casi inadvertido, aparece
ese “… dios que nos custodia / con tanto enigma en su
perfl de pájaro”, una alusión al venerado Toth, el dios
egipcio de la escritura, que tenía cuerpo de hombre y
cara de ibis. Por cierto, algunos meses después de haber
escrito el poema, sin que ello estuviese de ningún modo
en mis cálculos, viajé a Berlín y tuve ocasión de visitar
en la sala de arte egipcio de su principal museo la incomparable escultura de Nefertiti, suprema concreción
de un arte humano y terrestre, sin los idealismos del
arte helénico. No lejos, en un busto de piedra verde, se
hallaba la silenciosa fgura de Toth, como aquí en los
últimos versos de esta pavana.
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