Adelantos
Criatura de un día: el arte de contar por contar
Juan Tovar
Col. Ficción, 2009, 132 páginas
Juan Tovar obtuvo el primer lugar en el Concurso de
Cuento convocado por La Palabra y el Hombre en 1966.
Poco más de 40 años después, vuelve a publicar bajo
el sello de nuestra editorial. Considerada como una de
las obras más originales de la narrativa en español,
Criatura de un día es una novela de sueños teatrales y
peregrinaciones espirituales, escrita con una tensión y
un brillo verdaderamente extraordinarios. Dramaturgo y
guionista de cine, Tovar deja de manifesto también su
maestría narrativa. No en vano, Paul West, escritor inglés,
considera que es “Borges sin el aparato escolástico, y
una primordial contribución al delirio mexicano”.
La envoltura mortal
—Y, dijo el viejo, despertaste en el lecho de tu
hermana. Arde el fuego; se desvanece el resabio de
humedad y dulces humores carnales templan el olor.
No prosigas sin antes comer y ganar fuerza. También
el cuerpo requiere nutrición; es decir, el del relato.
Alguien se distrajo y le abrieron la cabeza: ¿qué
es ahora de sus sueños? Rastro en la senda, en tus
manos, en el sabor de tu boca; porque los sueños son
la sangre, ¿no es verdad?, como los hijos son la madre.
El meollo, entonces, transmuta ahora en suculencia.
Limpia entretanto la piel que cobraste, que habrá de
servirte cuando quieras vestir gato de liebre.
—¿Dices que falseo?
—Buscas atajos y encuentras vueltas, peregrino al fn
de este peregrinarse por las ramas. ¿Quieres orientarlo
a su término? Atiende a su principio, que la raíz es ya
la recta vía de la for.
—Y por tanto del fruto. Escucho gustoso.
—¿Todavía frutos? ¿Y semillas, y volver a empezar?
Haz mientras relato ese trabajo, para que mejor
ponderes la cuestión.
Se cuenta que, al declinar los tiempos sedentarios,
no faltaron clarividentes que vaticinaran la vuelta a
la vida nómada, destacando entre ellos cierto profeta
que mendigaba en el atrio del templo de su ciudad.
Ambrosio se llamaba, como el santo obispo de
dulcísima palabra —trocada en hiel, decía, igual que
el esplendor de mi iglesia en tiniebla. Ayer las abejas
venían a besar mis labios; hoy las moscas quieren
sembrar larvas en mi nariz. ¡Pero no he muerto aún,
podredumbre! Mi nombre en la lápida es su trazo
de ruptura y libra a quien se niega a sí mismo, no a
quienes venís todavía a implorar excepción, abiertas
las llagas para que la negra palabra anide sus huevos
y los tragues al lamerte y críes ninfas en tu mierda,
oh rebaño ruin que así te satisfaces con sobras de los
banquetes donde solía verse Dios. Pues leo en vuestras
caras que mientras menos se tiene peor es perderlo, y
a eso, tibios, responde el escupitajo. En verdad un día,
de buen o mal grado, os veréis errantes, extranjeros,
desposeídos, y largo será el camino para recobraros,
ovejas de pelambre gris, pero me veréis a la vera,
cayado en mano, al seguir al cabrón de la campana.
¿Risas de soslayo y reojos al sacristán? ¿Conocéis en él
a vuestro guía? Sea; y pague el llamaros a misa donde
el vino se transforma en agua.
Nada de esto oía el aludido, un buen hombre
lento de razón en quien el menester de campanero
perfeccionara una sordera congénita, pero ante
la mirada de Ambrosio humilló la suya como en
acatamiento y todos callaron. Echad las redes, dijo
Ambrosio a los demás pordioseros, y las bolsas
se abrieron con largueza; no faltó quien soltara
moneda de plata creyéndola poco precio por la
indulgencia que ameritaría al delatar lo oído, pues
con bendiciones pagaba el párroco Bernardo la
maledicencia tocante al mendigo que años atrás
había venido a sus dominios a secarle el mundo: se
metió por la puerta de la caridad y una vez adentro
irguió el orgullo de un violento discurso cuyos ecos
dispersaron las voces angélicas que antaño visitaban
al sacerdote, trocándolas por las del Acusador
que a través de los feles delatores le mostraba sus
innúmeros rostros como facetas de un espejo; que
le hablaba a solas haciéndolo saberse podrido de
raíz, fuente de infamia. Y Bernardo hallaba en ello
un turbio placer, y horrorizado de sí volvía los ojos
al cielo sin ver más allá de la bóveda donde los
nombres sagrados chocaban para disgregarse en
balbuceo sarcástico; hacía por clamar y reía, demente;
se disciplinaba y era por orden del Enemigo: así se
calmará, Bernardo, tu rebeldía sin objeto, ¿o aún
querrías ser lo que no eres? Conoce la semilla por
la cosecha. ¿Qué es de hecho la palabra que a ciegas
dijiste caridad? —y en ese término erróneo todavía
un resquicio de dulzura, un hueco de luz al apagarse
la conciencia del cuerpo maltrecho, peso inerte
lastrando el corazón que lo habría arrastrado desnudo
y sangrante al atrio, a la plaza, a gritar sus culpas por
las calles. Preferible morir mil muertes, preferible el
fuego sin reposo antes que cruzar la puerta estrecha:
cumples tu parte, Bernardo; así me place y te
conviene. Para mi cadena nunca faltan eslabones,
¿mas cómo podrías reparar, criatura de un día, tu
dignidad rota en el temple, y qué otra cosa tienes que
te valga en el mundo? Aquí, cobíjate en lo oscuro y
reúne fuerzas contra el mendigo ingrato que denuncia
e infama. Dale un mendrugo empapado en veneno,
paga valientes que lo acuchillen, acúsalo de hereje
y hazlo quemar —no faltan maneras de cortar por
lo sano y dónde más se verá tu poder, digo el mío,
consagrado, dice aún la voz en el viento: el mismo
viento, quizá, que ha traído a Bernardo, envuelto en
capa laica, a este cruce de callejones retorcidos como
recuerdo de sueños.
Del otro
lado, mi vida
Yamilet García
Zamora
Col. Ficción, 2009, 181 páginas
Para festejar los primeros 50 años de la Editorial de
la Universidad Veracruzana se convocó el Premio
Latinoamericano de Primera Novela Sergio Galindo,
certamen que continuó en el marco de la Feria Internacional
del Libro Universitario en su edición 2008. La ganadora fue
la cubana Yamilet García Zamora con una historia de amor
que se desarrolla en el legendario castillo de El Morro, en el
siglo XVIII, y cual fantasma habita en los tiempos actuales
entre una jinetera, un policía y un asesino, en una atmósfera
colmada de misterios, magia y crímenes sin resolver.
La negra enorme, llena de collares y pulsos de variados colores lanzó
una bocanada de humo de su inmenso tabaco sobre él. Movió la
cabeza, de un lado a otro, y volvió a tirar los caracoles. En la pequeña
sala del viejo solar de Centro Habana el calor, más que insoportable,
era repugnante. Los olores del baño cercano, sin puertas, sin agua y
sucio —como siempre—, envolvían el ambiente de todo el solar en un
putrefacto aroma plagado de mosquitos, moscas y ratas. Las personas
encendían los ventiladores, tratando de huir del ambiente cargado de
aquel julio, sin lluvias —algo muy raro en esa temporada—, sólo ligeras
lloviznas que, en lugar de refrescar, alborotaban más los olores y los insectos. Al otro día, llegarían a fumigar contra el Aedes —así le llamaba la
gente, acostumbrados a las campañas contra el ya conocido mosquito. Se
morirían todos los bichos esos, asfxiados y sin agua de lluvia para sobrevivir. Con los primeros aguaceros, regresarían. Pero el hedor insoportable
y las ratas seguirían, en la convivencia diaria con los humanos, en un viejo
caserón de fnales del siglo XIX donde la gente apenas sobrevivía.
La negra movió su pesado cuerpo, todo vestido de blanco, con un turbante que recogía los escasos cabellos canosos. “Vieja debía ser”, pensó el
hombre, como siempre, intrigado por la edad de su madrina, antaño la
“mujer que ayudaba en la casa”, como decía su madre, reacia a llamarla
criada. La negra, llena de cuentos para su infancia, única compañía cuando su mamá salía a trabajar, incluso fuera de la provincia; testigo mudo de
sus arrebatos, de sus voces.
Ella lo inició en los secretos de los santos. Tienes algo
malo en tu cabeza, mijito, los santos lo dicen. Mientras, su madre, a escondidas —era fatal ser católico
abierto en aquella época, y en las posteriores, en un
país materialista-comunista-dialéctico— le enseñaba a
rezar y a ponerle velas a los santos católicos. Su madrina jamás admitió que su niño blanco predilecto estaba
loco, ni cuando las cosas se pusieron mal en la escuela y
lo enviaron a terapia; jamás, se lo dijo a la madre, más
ciega aun que ella. Esas cosas modernas no funcionan,
mijo, los santos lo resuelven todo. Y así creció, entre
dos religiones tan diferentes. Al fnal, lo ganó la de los
africanos, por tener un mundo tan lleno de mitos, por
no perdonar, porque sus dioses se casaban, se mataban
y se pegaban los tarros con la misma desenvoltura con
que los curas perdonaban cualquier pecado.
Más apegado a su forma de ser, los santos afrocubanos
despertaban sus instintos bajos, la parte oscura de su
existencia. Y cuando comprendía que había caído en
pecado, iba a escondidas a ver al cura de la iglesia para
que lo perdonara. Sin hablarle de sus voces. Sin contarle de su destino.
La madrina lo miró con una ternura mezcla de reproche.
—¿Qué hiciste, mijito? Yemayá está brava contigo.
—Me dijiste, nana, me dijiste que mi niña mulata pedía cabezas. Entonces, ¿qué mejor que llevarlas al río?
—No, no te dije eso. Te dije que ella andaba con la
cabeza de su amor...
—La mía, nana, la mía. Pero no era ella la que estaba ahí, vendiendo amor. Se parecía, pero no era ella.
Tú sabes, nana, yo soy su amor, el único. Y no puedo
permitir que los extranjeros me la roben.
—Ay, mijo, me preocupan tus historias. Cada día me
preocupas más.
Como una verdadera madre, lo atrajo hacia ella y lo
acunó en sus rodillas. Él cerró los ojos y se dejó
acariciar.
—¿Cuándo te vas a casar, mijo?
—Cuando la vuelva a encontrar, nana. No te preocupes. Yemayá se va a calmar. Y nadie podrá encontrar las
cabezas.
En un susurro, pegado a su oído —para que ni los
santos la oyeran—, la nana preguntó:
—¿Los mataste?
Se incorporó, de un salto, con los ojos desorbitados.
Las voces comenzaban a molestarlo otra vez, a darle
órdenes.
—No, nana, no soy yo. Es él. ¿Entiendes? Él quiere
venganza.
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