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Así nacieron el nombre y mito del río. Pero las amazonas
en realidad quizás no eran indias, sino vacas
marinas, manatíes mamíferos, o hasta sirenas. Colón
escribe en su Diario de Navegación que había observado
frente a la costa cubana a una sirena, que le parecía
muy masculina y fea. Este mitómano medieval no tenía
duda alguna de la existencia real de sirenas que
conocía de la mitología griega. Ya Navarrete y Las
Casas al comentar el Diario del Almirante opinan que
confundía una vaca marina con una sirena.
La tripulación afamada de Francis Drake cometió
verdaderas masacres entre estos animales, cetáceos
herbívoros, mamíferos pisciformes que describe el fi libustero
inglés en sus memorias el 15 de abril de 1 577
como si fuesen mujeres –amazonas o sirenas. Sus marineros
mataban a los manatíes con cachiporrazos en
la nariz “por sus ricas existencias de aceite y una buena
ración de carne, encontrando una resistencia de
los animales como si fueran seres humanos con pedradas y
pisadas, tratando de salvarse en el mar con sus cachorros
sobre sus espaldas”. (Lo subrayado es mío)
Si los descubridores identifi caban a los manatíes
con sirenas, entonces no asombra que los identifi casen
con amazonas en el Amazonas, ya que Colón, el 13
de enero de 1 493, las ubica en la Isla del Caribe, y
Juan Díaz en la punta de la Isla de Yucatán; asimismo,
Velázquez escribió sobre un encuentro con amazonas
en el que se basaba Hernán Cortés en su Carta Cuarta de Relación. Pero todos ellos, salvo Carvajal
que pretende haberlas visto en el propio Amazonas,
se refi eren a amazonas vistas por terceras personas.
Sir Walter Raleigh escribió en carta a su concubina,
la reina británica Isabel I, que había visto en aguas
venezolanas a unas amazonas, carta comentada más
tarde por Humboldt. Sea cual fuere, los manatíes reaparecen
en nuestra crónica mágica.
Gumilla y Humboldt, los ilustrados
En el muy racional siglo XVIII, en 1741, se publicó
El Orinoco ilustrado, del padre José Gumilla, un bestseller
de aquella centuria. Gumilla, misionero jesuita, nos
pinta esa región a orillas del Orinoco, semicivilizada,
semibárbara, poblada por españoles, indios salvajes e
indios pertenecientes a su misión. Representante de
la Ilustración jesuita –no en vano juega, a juicio mío,
con el término “Ilustración” en el título de su libro–,
Gumilla escribe al estilo de los enciclopedistas un
compendio geográfi co, económico, historiográfico,
biológico, lexicológico-lingüístico, toxicológico, etnológico
y costumbrista, y hace una descripción racionalista,
no mitologizante, del Orinoco. En el prólogo
se propone ilustrar al lector sobre “Aves, animales, insectos, árboles, resinas, hierbas, hojas y raíces”. Cuenta
de manera muy divertida su vida cotidiana entre
los indígenas, describiendo su economía, costumbres,
vida familiar, sus cementerios formados por sacos con
los huesos de sus antepasados que balancean al viento
en los techos de sus casas, su producción del veneno
curare y su ocasional canibalismo.
Refiere también la cultura oral de sus queridos y
execrados indios que interpreta a la luz de la Biblia,
explicando las diferencias entre las lenguas indígenas
por la Torre de Babel, y la existencia de los indios por
su origen judío como descendientes del hijo menor
de Noé, Cam. El mito indígena del Diluvio Universal
en el Orinoco con un Noé indio llamado Amalivaca,
es, según él, un recuento de la Biblia divulgada
por los misioneros jesuitas. Detrás de su racionalismo
dieciochesco desaparece la magia de Eldorado y de
las Amazonas, apareciendo, en cambio, una familiaridad
amorosa con la naturaleza circundante que
contrasta con la indiferencia u hostilidad de los conquistadores.
A diferencia de los cronistas, a los que separaba
todo un mar de sus lectores, Gumilla, en correspondencia
con su “siglo de la lectura”, con alto aprecio por
el lector que quería “ilustrar”, fi nge estrecha intimidad
con él, elevándose en un Cicerón que invita al curioso
europeo a acompañarlo en su viaje fl uvial, incorporando
al texto la relación extradiegética autor-receptor:
Hemos contemplado, desde la atalaya a que subimos,
algunas curiosidades en general de los gentiles del
Orinoco y de sus vertientes. Bajemos ahora a dar un
gustoso paseo (...). Puestos ya en una buena lancha en
las bocas del río Orinoco, entremos por entre aquella
multitud de islas y por aquel laberinto de caños, patria
de la nación Guaraúna. |
Hasta se pone en escena como narrador, incluyendo
en el “nosotros” el lector visitante como compañero
de viaje:
Y para que con más suavidad corra el hilo de la narración
(...) apartamos la vista de aquellas vastas llanuras,
no la fatiguemos más, supuesto que de esta bella
cumbre, en que estamos, podemos ver más de cerca
curíosidades más agradables y que con mayor novedad
diviertan nuestros ánimos. |
Este pasaje comprueba la sensibilidad del contemporáneo
de Rousseau y Saint-Pierre por la belleza del
viaje, inexistente para los conquistadores. Pero él se
encuentra en una región familiar y pacifi cada, mientras
que aquéllos penetraron en una región desconocida
con naturaleza y habitantes peligrosos. Subraya
la amenidad, el encanto estético del paisaje, el gusto y
hasta placer de verlo.
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