Ningún paisaje fl uvial de los muchos vistos en su vida
viajera le producía mayor goce que el del Orinoco,
que parecía ejercer una atracción mágica sobre él:
Durante nuestra navegación sobre el Orinoco superior,
por el verano de 1800, alcanzamos, más allá de la Misión en La Esmeralda, las desembocaduras del
Sodomoni y el Guapo. Ahí se eleva bastante por encima
de las nubes la gigantesca cima del Yeonarami o
Druida, montaña que, de acuerdo con mi triangulación,
está a ocho mil doscientos setenta y ocho pies por
encima del nivel del mar, y cuyo aspecto ofrece una de
las más extraordinarias escenas de la naturaleza tropical.
Su flanco meridional es una pradera sin árboles.
El aire húmedo de la tarde es embalsamado ahí por
el perfume de los ananás. De las hierbas bajas de la
pradera se elevan los tallos suculentos de las bromelia
(211), cuyos dorados frutos, dominados por una corona
de fl ores glaucas, brilla a lo lejos. Altas palmeras en
abanico se agrupan en torno de tapetes de verdura en
donde brotan las aguas de la montaña, y su follaje no es agitado por ningún viento refrescante que sople en
esta zona tórrida. |
¡Qué magnífica descripción sensual, visual y olfatoria!
Todo lo valora estéticamente, hasta la luz tropical y
las distancias cambiantes: Carpentier se basa en él al
formular sus contextos de “iluminación” y de “distancia
y proporción”. Al encontrar “maravillosas y sorprendentes”
las esculturas jeroglífi cas indígenas en las
montañas de Urnana y Encaramada se adelanta a lo
real maravilloso de Carpentier, no en balde su sucesor
y heredero literario.
La novela de la selva
Una visión de Amazonia muy diferente a la de Humboldt
la encontramos en la novela nativista-regionalista
que prosperó entre ambas guerras mundiales, y
cuyo auge en Amazonia estaba vinculado a la explotación
económica de la región por plantaciones bananeras,
el caucho natural, la industria de la madera y
las minas de piedras preciosas.
La vorágine (1926), del colombiano José Eustasio
Rivera, describe un rapto con posterior huida del protagonista
a través de la selva, en parte a caballo, en
parte en canoa, por los ríos afl uentes del Magdalena
hasta aguas venezolanas y brasileñas. No queda huella
alguna del entusiasmo romántico humboldtiano
por la naturaleza. El protagonista-narrador, que comparte
con Humboldt la perspectiva en primera persona
del singular y la constante expresión del yo frente
al ambiente, considera la omnipresente naturaleza
como hostil y fea: “¡Ah, selva... ¿Qué hado maligno
me dejó prisionero en tu cárcel verde?”, exclama, perdido
en la jungla, donde hay una cruel doble explotación
que no existía en tiempos de los conquistadores
ni en los de Gumilla o Humboldt: la económico-social
de obreros caucheros que trabajan duramente por
poco dinero en la selva, derribando los árboles para
sacarles el jugo convertido más tarde en goma para
ruedas de automóviles producidos en Estados Unidos.
Estos proletarios caucheros explotan a su vez a la naturaleza,
destruyéndola masivamente en una acción antiecológica, cuyos resultados veremos más adelante
en García Márquez.
Rivera describe la moderna lucha social en la selva.
Pero no es una novela proletaria o de protesta social: la
crueldad de la gente no es atribuida a la lucha de clases
ni a la explotación por los empresarios, sino al efecto
brutalizador de la naturaleza, que Rivera es el primero
en pintar: el viaje se lleva a cabo en canoa, curiare, llamada “ataúd fl otante”, por los afl uentes del Magdalena, el
Vichada, el Capanaparo, el Orinoco, el Guaviare. Rivera
es el primer literato en describir la vida repugnantemente
pululante en las aguas amazónicas:
El transparente charco nos dejó ver un sumergido
ejército de caimanes (...) ocupado en recoger pichones
y huevos (...). Nadaba por dondequiera la innúmera
banda de caribes de vientre rojizo y escamas plúmbeas,
que se devoran unos a otros y descarnan en un segundo
a todo ser que cruce las ondas de su dominio (…)
Veíase la traidora raya, de aletas gelatinosas y arpón
venenoso que descansaba en el fango como un escudo;
la anguila eléctrica, que inmoviliza con sus descargas a
quien la toca (...). |
Otra escena muestra al hombre entregado a esta
naturaleza salvaje y devenido –tanto por las atroces
circunstancias sociales como por la infl uencia de la
naturaleza– él mismo cruel y bárbaro como ella:
El día que salimos al Orinoco, un niño de pecho lloraba
de hambre. El Matacano, al verlo lleno de llagas por
las picaduras de los zancudos, dijo que se trataba de la
viruela, y tomándolo por los pies, volteólo en el aire y
lo echó a las ondas. Al punto, un caimán lo atravesó
en la jeta, y poniéndose a fl ote, buscó la ribera para
tragárselo. La enloquecida madre se lanzó al agua y
tuvo igual suerte que la criaturilla. |
La crueldad de los hombres amazónicos semejante a
la de los conquistadores no es adjudicada a las condiciones
sociales sino a la infl uencia de la brutal naturaleza –lejana consecuencia de la teoría del argentino
Sarmiento, quien sostenía que la bárbara naturaleza
latinoamericana barbariza al hombre, por lo que hay
que civilizarla con una economía moderna como la
descrita por el venezolano Rómulo Gallegos en su novela
Doña Bárbara (1929).
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