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Aram Huerta |
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A la brutalización del hombre por la naturaleza
salvaje responde la humanización de la naturaleza
que se eleva como un ser dotado de voluntad y del
sentimiento de venganza:
Cualquiera de estos árboles se amansaría tornándose
amistoso y hasta risueño, en un parque, en un camino, en una llanura, donde nadie lo sangrara ni lo persiguiera,
más aquí todos son perversos, o agresivos, o
hipnotizantes. En estos silencios, bajo estas sombras,
tienen su manera de combatirnos: algo nos asusta, algo
nos crispa, algo nos oprime (...). |
De ahí la personifi cación alegorizante, la antropomorfización de la naturaleza como resultado de una
voluntad de estilo, de una fuerte literarización del
texto entero. Estamos frente a la primera descripción
verdadera y conscientemente artístico-literaria. Todo
el texto está lleno de metáforas, símbolos, metonimias,
símiles. Encontramos frecuentemente raras metáforas
como “La corona eucarística de garzas”. Todo es
poesía, poesía de lo feo, de lo repugnantes que son
los hombres y la naturaleza. Es una escritura deliberadamente
artística, oscilando entre modernismo
y posmodernismo, entre pasajes líricos y escenas de
naturalismo brutal (Rivera ha sido un excelente poeta
lírico). Su modernismo se muestra en la inserción de
una leyenda, la de la “indiecita Mapiripana (...), sacerdotisa
de los silencios, celadora de manantiales y
lagunas”, poética de estilo y corte de poesía culta, modernista,
que sólo comparte el núcleo narrativo con el
folclor indio, pero cuya escritura poco tiene que ver
con la sencillez de las leyendas indígenas contadas por
Humboldt.
Pero nunca la naturaleza es vista como paisaje.
Y falta lo invisible, lo inmaterial, los textos, hipotextos,
paratextos con los cuales poblaba Humboldt la
región. No hay reminiscencias históricas o literarias
de los conquistadores, descubridores o cronistas, no
hay pasado histórico, todo es presente.
El reformista liberal y nativista venezolano Rómulo
Gallegos erige, lo mismo que Rivera, la selva como
protagonista de su novela Canaima (1935) y, como éste,
deriva de la naturaleza selvática el carácter violento
y destructivo de sus moradores, y denuncia, al igual
que el colombiano, la esclavitud y explotación de los
caucheros, pero ve, al contrario de éste, una perspectiva
rosa para los ríos Caroní y Orinoco. Su pintura
de las chorreras que se encrespaban “contra los riscos
del raudal, se encurvaban transparentes o se retorcían
en blancos torbellinos estruendosos al despeñarse por
los saltos” termina con una visión del progreso técnico
que aproveche la fuerza hidráulica en bien del desarrollo
económico, visión realizada por los gobiernos
siguientes hasta hoy.
Los pasos perdidos, de Carpentier
La escenifi cación del tiempo presente, acompañado
por la presencia invisible, mágica, del pasado histórico de Amazonia en la memoria de los personajes, la
encontramos en la novela Los pasos perdidos del cubano
Carpentier, residente en aquella época (1953) en
Caracas.
También su protagonista habla en primera persona
del singular y refl eja, en un monólogo interior
como Rivera, Humboldt y la novela moderna anglosajona
a partir de Faulkner, el yo, su visión subjetiva
del mundo y su propia vida anímica. La novela tiene
la estructura del viaje fl uvial a través de la selva de La
vorágine –todos los textos analizados hasta aquí y también
los siguientes describen o inventan viajes fl uviales–,
uno de los modelos de la novela de Carpentier.
El yo escribe, como Humboldt y como J. E. Rivera,
un diario convertido en novela. Es la segunda versión:
el propio Carpentier había hecho dos veces el mismo
trayecto a lo largo del Orinoco en avión y lo había
publicado bajo el título Visión de América (La Habana,
25 de enero de 1948).
Pero todo lo demás es absolutamente distinto en
esta novela escrita según las pautas no del nativismo
narrativo ni del modernismo poético, como La vorágine,
sino de lo real maravilloso americano, la famosa teoría
de Carpentier formulada como respuesta latinoamericana
al surrealismo europeo.
El yo narrador es un intelectual, un musicólogo,
al igual que el autor, que viaja a la selva venezolana
a buscar para un museo un botuto, un antiguo instrumento
de música de los indios del Orinoco. Describe
los pantanos formados por los ríos, la vegetación
salvaje:
Lo que más me asombraba era el inacabable mimetismo
de la naturaleza virgen. Aquí todo parecía otra
cosa, creándose un mundo de apariencias que ocultaba
la verdad. (...), Los caimanes que acechaban en
los bajos fondos de la selva anegada, inmóviles, con
las fauces en espera, parecían maderos podridos, vestidos
de escaramujos: los bejucos parecían reptiles y las
serpientes parecían lianas, cuando sus pieles sostenían
nervaduras de maderas preciosas, ojos de ala de falena,
escamas de ananá o anillos de coral (...). |
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